Cambios sociales e institucionales para la gestión ambiental
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- El 1 enero, 2000
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Federico Aguilera Klink [1]
Cambridge (Reino Unido) [2]
Introducción
Creo que podemos estar de acuerdo en que cuando hablamos de los cambios institucionales y sociales para la gestión ambiental, estamos hablando fundamentalmente de, o al menos estamos interesados fundamentalmente en, cambios en la manera de ver, comprender y abordar las cuestiones ambientales, de cambios en la manera de pensar incorporando los valores sociales y ambientales en la racionalidad para profundizar en lo razonable, de cambios en la manera de tomar las decisiones, de cambios en los estilos de vida (producción y consumo) y, en definitiva, de cambios culturales compatibles con la democracia y que profundicen en ella.
En un sentido amplio, estas son las cuestiones que me preocupan y, en esta línea, se supone que deseamos que vayan los cambios institucionales y sociales. Creo que disponemos de un auténtico arsenal de medidas y de instrumentos económicos y no económicos que podrían quizás ayudarnos a orientar esos cambios. Tanto el VI Programa de Medio Ambiente de la Comunidad Europea «Medio Ambiente 2001», como el Informe de la Agencia Europea del Medio Ambiente «Environmental signals 2014», entre otros, proporcionan una buena muestra de esas medidas e instrumentos así es que no voy a hablar de ellos. Me preocupan otras cuestiones que son previas y que es necesario abordar.
Hacia otras maneras de pensar y de hacer las cosas
Es cierto, sin embargo, que hay otros cambios institucionales y sociales relacionados con la gestión ambiental que no son democráticos. André Gorz [Gorz, 1979] se refiere a ellos como el fascismo ambiental. No es el tipo de cambios que me interesan, ni es el tipo de cambios que me parece socialmente deseable, pero no hay que cerrar los ojos ante la amenaza de ese fascismo ecológico que, a veces, puede venir envuelto en una apariencia de democracia.
De hecho, Gorz distinguía en los años 70 entre la utopía, que para él consistía en creer que podíamos seguir creciendo, y la realidad, que consistía en asumir la necesidad de cambiar. El problema es que hemos seguido creciendo y que el medio ambiente –y no hace falta ser fatalista para reconocerlo– ha seguido deteriorándose aunque hay leves mejoras en algunos campos, como pone de manifiesto el informe Environmental Signals 2001, de la Agencia Europea del Medio Ambiente. El problema es también que la capacidad de comprensión colectiva de lo que ocurre no es demasiado buena ni completa, ni tampoco lo es la capacidad de comprensión individual.
Dicho de otra manera, nos encontramos en una situación que se puede calificar de deterioro ambiental y de deterioro social y democrático que fue muy bien expuesta hace ya tiempo por Ulrich Beck en La Sociedad del Riesgo y, especialmente, en su texto “La irresponsabilidad organizada”. Creo que es justo reconocer, en cualquier caso, que se ven algunas grietas en la organización de esa irresponsabilidad —«las mentiras institucionales, que gozan de todo tipo de ayudas oficiales, también tienen sus límites» [Beck, 1991]— aunque esto me haga aparecer como demasiado optimista.
Mi intervención va a estar centrada en uno de los principales y más difíciles cambios institucionales que se pueden conseguir, al menos desde mi punto de vista. Se trata del cambio que nos permite darnos cuenta de que existen muchas otras maneras de hacer las cosas, de comprender los problemas y de tomar las decisiones. Entiendo que estos cambios tienen mucho que ver con el paso del «hombre económico racional» al «hombre institucional» del que hablaba Kapp [Kapp, 1968] y considero que una fructífera aproximación más actual es la que presenta Söderbaum [Söderbaum, 2000] en términos de su Political Economic Person. En cualquier caso, me gusta recordar a Mishan cuando insistía en 1967 en que «las propuestas detalladas resultan secundarias con respecto a lo que yo juzgo debe ser la principal tarea: convencer a la gente de la necesidad de un cambio radical en la manera habitual de observar los acontecimientos económicos». Más aún, «la condición previa de todo progreso social es que la gente se convenza de la existencia de muchas alternativas factibles para la política actual, alternativas que ofrecen una amplia gama de elección que anteriormente se les había negado, en la más vital de cuantas influencias afectan a su bienestar: el propio medio ambiente físico en el cual viven y trabajan» [Mishan, 1967].
Reconozco, no obstante, que no es nada fácil abrir los ojos y convencerse de la existencia de esas alternativas factibles. De hecho, seguir con los ojos cerrados constituye todo un éxito de las políticas gubernamentales y empresariales: «…seguimos estando ciegos para discernir muchos de los peligros que nos amenazan: así, mientras que nuestra percepción de la realidad no registra otra cosa que normalidad, las fuentes de la vida –en estrecha correspondencia con los debates de los expertos y con las divergencias existentes sobre los valores límite– se transforman en fuentes de peligro y viceversa» [Beck, 1991]. Casi un cuarto de siglo más tarde, Susan George, en el Informe Lugano, pone en boca de uno de sus redactores la siguiente afirmación «la globalización económica y política puede avanzar sin obstáculos siempre y cuando la gente esté psicológicamente ciega y no exista la correspondiente ciudadanía global para oponerse a ella» [George, 2001]. Todo esto es ciertamente paradójico pues mientras se insiste en la ceguera, que puede ser tanto individual como colectiva asistimos a un rechazo, si bien minoritario, a la globalización y a las políticas del Banco Mundial y del FMI.
Más sorprendente todavía resulta constatar lo poco que hemos ido despertando y avanzado por la senda democrática si recordamos que en 1864, un abogado francés, Maurice Joly, en su “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu” ponía en boca de Maquiavelo lo siguiente. «En nuestro tiempo se trata no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no simplemente de proscribir sus ideas sino de trastocarlas, apoderándose de ellas (…) El secreto principal del gobierno consiste en debilitar el espíritu público, hasta el punto de desinteresarlo por completo de las ideas y los principios con los que hoy se hacen las revoluciones. En todos los tiempos, los pueblos al igual que los hombres se han contentado con las palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más. Es posible entonces crear instituciones ficticias que respondan a un lenguaje y a ideas igualmente ficticias…» [Joly, 1987].
Sobre la variedad de problemas ambientales
Desde mi punto de vista, nos movemos continuamente en un conflicto personal y colectivo entre el «reconocimiento de las otras maneras de pensar y de vivir» y el «conformarnos con las apariencias». Este conflicto es resuelto a veces de manera satisfactoria, permitiéndonos comprender y hacer, y otras no se resuelve impidiéndonos comprender adecuadamente el origen de los problemas ambientales. Esto nos lleva a pensar, casi inevitablemente, en que las soluciones a estos problemas tendrán que ser exclusivamente científico-tecnológicas. Es cierto que en algunos casos ha de ser así, por lo que contar con más sound science[3] para comprender y resolver algunos problemas es necesario. Pero una cosa es eso y otra reducir genéricamente los problemas ambientales, tal y como hace la perspectiva dominante, a una cuestión exclusiva de aplicar más ciencia y más tecnología por parte de los expertos, sin necesidad de cambios sociales e institucionales.
Es sabido que la tipología de los problemas ambientales es tan variada que podemos encontrar desde problemas “simples” o exclusivamente tecno-científicos hasta problemas puramente políticos, ya sea nivel a local, nacional o global, pasando –y esto es lo más frecuente– por problemas complejos en los que aparecen explícitos aspectos biológicos, éticos, epistemológicos, económicos, sociológicos, etc. También podemos pasar, como señala Söderbaum en esta Conferencia, desde un listado de problemas ambientales a hablar de integración de los problemas ambientales en las políticas sectoriales. A mi me gustaría destacar, en este contexto, lo que un trabajo tan citado –y supuestamente tan leído– como el Informe Brundtland considera que es el principal problema ambiental. Concretamente, «…los países en desarrollo deben evolucionar en un mundo donde la diferencia de recursos entre la mayoría de los países en desarrollo y los países industriales sigue aumentando y donde éstos predominan en la adopción de decisiones de ciertos órganos internacionales clave y ya han utilizado gran parte del capital ecológico del planeta. Esta desigualdad es el principal problema ambiental del planeta y su principal problema de desarrollo» [CMMAD, 1988] (la negrilla es mía).
Pero apenas se ha prestado atención a esta importante afirmación y se ha seguido cerrando los ojos a ese diagnóstico que pone el dedo en la llaga y que insiste en que el principal problema ambiental del planeta es el resultado de una manera de tomar las decisiones, es decir, de la existencia de un poder estructural [Strange, 1988] –que tiene la capacidad de fijar, cambiar e incluso violar impunemente las reglas de juego– que necesita seguir apropiándose del capital ecológico del planeta para mantener un estilo de vida que no es generalizable a la mayoría del mismo. Esta falta de atención entiendo que es «politicamente construida e impuesta», lo que explica, en parte, la ceguera a la que aludía más arriba. En otras palabras, la cuestión fundamental del proceso politico en las democracias occidentales consiste en la interacción entre grupos de presión, «esta interacción es la que configura la manera en la que las cuestiones llegan a la agenda política, la manera en la que las políticas se deciden y el contenido de estas políticas y su posterior aplicación» [Baker, 1996].
Grove-White es más optimista, de manera genérica, al señalar que «los problemas y cuestiones ambientales específicos que la sociedad reconoce en cada momento están configurados por un proceso de negociación social y de juicios humanos, incluso en sus propias» [Grove-White, 1997]. Es cierto que a veces ocurre así, pero también es cierto que, en la mayoría de los casos, no lo es. Lo más frecuente es que sea sólo una parte muy pequeña de la sociedad la que tiene efectivamente la capacidad de decidir, de negociar o de reconocer cuál es el problema y qué es lo que no se considera como problema. Y esto se traduce en la existencia de serios problemas ambientales, con serias implicaciones distributivas, aunque no reconocidos o percibidos socialmente y, en consecuencia, no considerados ni abordados.
Por ejemplo, la Agencia Europea del Medio Ambiente, reconocía en 1998 que la principal amenaza para el medio ambiente en Europa consistía en «la sopa de más de 100.000 sustancias químicas a las que los europeos estamos expuestos, como los ftalatos y compuestos organoclorados que actúan como alteradores hormonales» [El País, 3.6.1998]. Obviamente, la existencia de esta sopa es el resultado de toda una serie de decisiones y de omisiones. Así, en el caso concreto del proceso para reconocer cuales eran los pesticidas más peligrosos y prohibirlos, «un comité de expertos ha presentado a la Unión Europea una lista de 553 sustancias disruptoras endocrinas. Antes de su aprobación para tomar medidas legales, las autoridades han reducido la lista a 29, de los cuales 26 son pesticidas prohibidos en la UE, 2 eran ftalatos y el otro era Bisfenol A. Todo lo que tiene mercado ha sido eliminado de la lista» [Olea, 2000]. Siendo sólo un ejemplo, nos da una idea aproximada de cómo se toman las decisiones en la UE –y en la mayoría de los países europeos–, si bien es cierto que existe en la propia UE una cierta preocupación por una toma de decisiones más abierta y participativa, como señala el Sexto Programa Ambiental. Esto lleva a pensar en la existencia de una especie de doble juego –o al menos en un conflicto entre algunos funcionarios de los organismos de la UE y los tomadores de decisiones– y genera una importante falta de credibilidad en la seriedad con la que la UE aborda la política ambiental.
En definitiva, la lista de pesticidas que han llegado a ser incluidos como peligrosos en los textos legales es una lista mínima, debido a la presión de las empresas afectadas, y además esas leyes raramente se cumplen. Por todo ello, no resulta novedoso aunque parece irónico que, en el Sexto Programa de Acción de la Comunidad Europea en Materia de Medio Ambiente “Medio Ambiente 2010: el futuro está en nuestras manos” (sería interesante saber a qué manos se refiere) continúe recogiendo –tal y como ya se hacía en Programas anteriores– como uno de los puntos principales el de «mejorar la aplicación de la legislación vigente» (p.13), algo obviamente deseable cuando ese mismo documento reconoce que «es también preocupante la contaminación de los alimentos a la vista de las pruebas de una acumulación continua de algunos plaguicidas en las plantas y los animales que tiene consecuencias para su salud y su capacidad reproductora» (p. 46).
Democracia Post-Parlamentaria, incertidumbre y medio ambiente
Refiriéndose a los organismos que llevan a cabo la política formal de la Unión Europea (UE), van der Straaten reconoce la existencia de un déficit democrático que tiene consecuencias directas sobre la naturaleza de la política ambiental de la UE. Concretamente, «…debilita la capacidad de la UE para establecer una política ambiental efectiva y aceptable a la vez que impide seriamente el debate público sobre las posibles medidas a tomar desde el momento en el que no existe realmente un debate parlamentario relevante y las decisiones sobre las regulaciones de la UE se esconden en el secreto del Consejo» [van der Straaten, 1993] citado por [Baker, 1996]. En un sentido similar se expresa Jacobs [Jacobs, 1997]. Este vaciamiento del Parlamento ha conducido a otra forma de democracia más real e informal. En otras palabras, «en lugar de la antigua forma de democracia parlamentaria, ha emergido en las democracias occidentales un nuevo tipo de democracia post-parlamentaria en la que la toma de decisiones es el resultado de un complejo proceso de lucha y de la práctica del lobbying entre una variedad de élites que, a su vez, actúan como representantes de amplios grupos de la sociedad» [Baker, 1996].
El resultado consiste en que esta competencia entre élites deja fuera del juego real a los grupos con menos capacidad de presión por lo que sus argumentos difícilmente son escuchados y, menos aún, tenidos en cuenta. Así pues «…la capacidad del proceso de lobbying para compensar por la débil naturaleza de la democracia en la UE es muy limitada. De hecho, la propia naturaleza del sistema de lobby, que tiene lugar en un proceso político que es confuso, abierto, impredecible y complejo, puede llevar a reducir la influencia de los grupos ambientales planteando incluso cuestiones como la naturaleza democrática (legitimidad) de su acceso al proceso político» [Baker, 1996].
Por otro lado, sabemos también que la insistencia de los gobiernos y algunas empresas en la necesidad de más ciencia seria para resolver esos problemas científicamente, suele significar con frecuencia que esos gobiernos y empresas se escudan en la legitimidad científica de determinados investigadores o centros de investigación o, por el contrario, en el «no sabemos todavía lo suficiente por lo que es necesario seguir investigando» [Bromley, 1989] para encubrir decisiones arbitrarias e inaceptables desde el punto de vista social y ambiental y para retrasar la toma de decisiones que mejoren las condiciones ambientales. Un buen ejemplo de este comportamiento es el que mantiene el presidente Bush en relación con la necesidad de profundizar en el conocimiento del Cambio Climático antes de ratificar el acuerdo de Kyoto.
Esto me lleva al problema de cómo abordar la incertidumbre y de cómo profundizar en la democracia para mejorar la toma de decisiones. En relación con la incertidumbre, podemos estar preocupados por el manejo adecuado de sus diferentes tipos –incertidumbres técnicas, metodológicas y epistemológicas, [Funtowicz y Ravetz, 1993] –o por las diferentes maneras de entenderla –inexistencia de datos, ignorancia e indeterminación [O’Riordan y Jordan, 1995], entre otras cuestiones. Sabemos, en cualquier caso, que cuando ésta es muy elevada, la perspectiva dominante tecnico-científica muestra serias limitaciones para tomar las decisiones adecuadas en el plazo de tiempo adecuado, por lo que una aplicación razonable del principio de precaución es más conveniente [O’Riordan y Jordan, 1995][Raffensperger y Tickner, 1999], aunque no es sencillo hacerlo. Esta aplicación exige una nueva metodología y una nueva organización del trabajo [Funtowicz y Ravetz, 1993].
De hecho, la Directiva 2000, Estableciendo un Marco de Acción Comunitaria en el Campo de la Política del Agua, aprobada recientemente, constituye un buen ejemplo, en mi opinión poco exitoso y bastante confuso, de intento de aplicación del principio de precaución sin esa nueva metodología. Así, aunque el punto 10 de la declaración de principios de la citada Directiva recuerda que la política ambiental de la Comunidad «…tiene que basarse en el principio de precaución y en los principios de que debería tomarse una acción preventiva» (p.4) , el Artículo 9 señala que «los Estados Miembros tendrán en cuenta el principio de recuperación de costes de los servicios de agua, incluyendo los costes ambientales y de recursos naturales, aplicando el análisis económico de acuerdo con el Anexo III y siguiendo especialmente el principio el que contamina paga» (p.30). Lo que da a entender, de manera contradictoria que, en lugar de insistir en la prevención de determinados costes ambientales, es posible evaluarlos a posteriori en términos monetarios y hacer que el que contamina pague, sin tener en cuenta la posible irreversibilidad de los daños. De nuevo resalta, desde mi punto de vista, la contradicción entre dos marcos de referencia para abordar estos problemas.
Dado que el comportamiento de empresas y gobiernos citado más arriba –en la línea de la irresponsabilidad organizada señalada por Beck– es habitual, conduce de manera muy clara a una situación llena de obstáculos a la participación y al debate públicos que impiden el control democrático de los riesgos tecnológicos y ambientales impuestos a la sociedad. Shrader-Frechette sintetiza esos obstáculos en tres tipos: «primero, el público tiene poco control económico sobre los límites de responsabilidad que amenazan a los ciudadanos y que, a su vez, protegen a las industrias que imponen riesgos sociales significativos; segundo, el público tiene poco control político sobre la evaluación y gestión de riesgos, tareas que se han dejado casi siempre en manos de los científicos y de la industria y, tercero, el público tiene poco control ético sobre las decisiones acerca de los riesgos, pese a su derecho al consentimiento libre e informado a peligros socialmente impuestos» [Shrader-Frechette, 1997].
Hacer frente a estos obstáculos requiere una manera de pensar que descansa sobre tres principios:
- el principio de precaución;
- el principio de responsabilidad;
- el principio de participación ciudadana.
Lo que más me interesa destacar aquí de esa nueva metodología es la necesidad de profundizar en una toma de decisiones que incorpore realmente los valores sociales y ambientales subjetivos que configuran la apuesta social por una democracia razonable frente a una idea de racionalidad objetiva y científica que los excluye. De hecho, el proyecto de la Ilustración del siglo XVIII se basaba en una combinación de razón, libre de prejuicios, y de valores (ética). Pero esa razón socialmente enriquecida se abandonó, con la excusa de consolidar un pensamiento más científico, convirtiéndose en una estrecha racionalidad que ha acabado empobreciendo a la economía moderna. Así pues, la democracia es una apuesta subjetiva que no tiene nada de científica sino que defiende unos valores y una manera de vivir y de hacer las cosas. Dicho de otra manera «los valores juegan un papel importante papel en la conducta humana y negar esto significa no solo alejarse de la tradición del pensamiento democrático sino también limitar nuestra racionalidad» [Sen, 2000].
En definitiva, es la racionalidad la que tiene que adaptarse a los valores, incorporándolos, para transformarse en un pensamiento y en unas actitudes que buscan un entendimiento con el otro, con argumentos, con capacidad de deliberación y no sólo de oponer votos, cuando se está en mayoría, frente a los argumentos. «La democracia requiere la existencia de un debate: el sufragio se ejerce solo despues de que los ciudadanos hayan escuchado todas las caras de un argumento y lo hayan discutido (…) cuando se trata de bienes públicos, la institución adecuada para articular los valores en juego no consiste en una encuesta individual sino en algún tipo de foro público en el que la gente reunida pueda debatir antes de realizar sus juicios. Es decir, la institución debería ser de carácter deliberativo [pero] el debate no puede garantizar el que los participantes se comprometan en un buen razonamiento público » [Jacobs, 1997].
Existe una numerosa literatura sobre democracia participativa, discursiva o deliberativa y medio ambiente. El texto de Jacobs que acabo de citar, distingue entre «Instituciones Deliberativas que Articulan Valores» (Grupos que aplican la Valoración Contingente y Jurados de Ciudadanos), «Instituciones Deliberativas que Recomiendan Decisiones» y «Gestión Ambiental Profesional». Así como las primeras pueden jugar un papel clave en la construcción de nuevos valores, que pueden servir para mejorar la calidad en la toma de decisiones, Jacobs reconoce, en relación con las segundas, que las ideas básicas de la democracia deliberativa no son una perspectiva adecuada en el mundo real por lo que señala que la democracia deliberativa «…requiere un paso intermedio entre la articulación de la opinión pública y la decisión» (p. 224) a través de «instituciones de deliberación indirecta», compuestas por investigadores imparciales y no directamente implicados en la cuestión, y de «instituciones de deliberación directa» compuestas por participantes en la controversia.
Trabajos más recientes como el de De Marchi y Ravetz [De Marchi y Ravetz, 2001] presentan a su vez un buen resumen de “Métodos y enfoques participativos”. Incluyendo entre éstos los “Foros para grupos de interés” y el “Diálogo coercitivo y las Nuevas formas de protesta”. De hecho, «cuando las cuestiones sobre el poder están en juego, los diálogos implican una mezcla de razón, retórica y coerción». Entiendo que no sólo es una cuestión de «poder estructural» sino de «violencia estructural». Las «formas democráticas» de gobernar incluyen la «violencia estructural frente a la que caben dos tipos de respuestas: la político-institucional y la popular-ciudadana» [Vidal-Beneyto. El País, 23.06.01]. «En los países democráticos no se revela el carácter de violencia que tiene la economía; en los países autoritarios, ocurre lo mismo con el carácter económico de la violencia», decía Bertold Brecht. Esa violencia es ejercida habitualmente aunque no es reconocida y, obviamente, a sus autores no les preocupa la legitimación democrática de la misma, porque no existe. Pero es la que subyace en problemas como la apropiación del capital ecológico del planeta por los países desarrollados y democráticos.
Por su parte, los partidos políticos, especialmente los llamados partidos de izquierda, suelen estar molestos con la respuesta basada en la reivindicación ciudadana de tipo político-institucional o de democracia deliberativa, sea directa o indirecta, de ahí que la acepten de mala gana y procuren boicotearla. Con respecto a la respuesta popular-ciudadana, hay tres comportamientos por parte de los partidos políticos:
- es descalificada contundentemente al percibir que no son necesarios como intermediarios;
- es aceptada formalmente por ellos pero es boicoteada realmente (no pudo ser) y
- los partidos en la oposición intentan apropiársela.
Esto da, con frecuencia, pocas opciones que no pasen por una profundización en la respuesta popular-ciudadana y en la construcción social del problema sacándolo a la calle «…ampliando los procesos sociales que puedan extender y enriquecer el alcance de la evaluación ambiental» [De Marchi y Ravetz, 2001]. Sólo así suele el gobierno y los partidos aceptar que existe un problema y que consiste en la propia manera de tomar decisiones y en el reduccionismo de las soluciones oficialmente aportadas
Sin embargo, me gustaría terminar esta primera parte mostrando brevemente las opciones que sugiere Shrader-Frechette para enfrentarse a los tres obstáculos citados más arriba, pues presenta ejemplos concretos y no reflexiones abstractas, si bien presta más atención a daños ya ocurridos y a las posibilidades de compensar por esos daños, en lugar de a ejemplos en los que se trata de evitarlos.
En primer lugar y frente al obstáculo del poco control económico que tiene la gente sobre los límites de responsabilidad, Shrader-Frechette defiende una «responsabilidad completa y estricta» respecto a los proyectos tecnológicos y ambientales. Esta propuesta es, en cierta medida, similar a la planteada por Mishan [Mishan, 1967] al sugerir la aprobación de los «derechos de apacibilidad» para la gente. Si un proyecto no es capaz de asumir esa responsabilidad o de encontrar algún fondo de seguros que la cubra, señala Shrader-Frechette, no hay ninguna razón para que el contribuyente lo haga. Tanto Mishan como Shrader-Frechette sugieren la posibilidad de renunciar a este derecho o a exigir la responsabilidad bajo ciertas condiciones. El primero excluye esta renuncia si no existe información adecuada o si se sabe que puede afectar a las generaciones futuras. Shrader-Frechette sólo indica que los proyectos se pueden aprobar si se cuenta con el consentimiento libre e informado de las víctimas potenciales y firmasen documentos de descargo. Una opción interesante consiste en obligar a los responsables del proyecto a dotar un fondo de riesgo ambiental para compensar los daños, en el caso en el que sean compensables. Otra opción, resultado de una sentencia judicial, consiste en asignar la responsabilidad de acuerdo con la cuota de mercado si no es posible identificar a la empresa responsable. El problema, de nuevo, consiste en la reversibilidad o no del daño.
En segundo lugar, frente al poco control político sobre la evaluación y gestión de riesgos, Shrader-Frechette sugiere el establecimiento de un «tribunal científico» formado tanto por científicos como por ciudadanos no expertos. Su objetivo consistiría en proporcionar información técnica relevante en relación con alguna tecnología o impacto y limitar el poder desmesurado que a veces ejercen los científicos e industrias que controlan una tecnología particular.
En tercer lugar y para abordar el control ético sobre las decisiones acerca de los riesgos, Shrader-Frechette sugiere una participación ciudadana real –algo que sugiere que las propuestas anteriores no suponen ese tipo de participación– en la negociación de soluciones. Esto requiere que las partes en conflicto tengan el mismo poder político y económico, en el sentido de financiación igualitaria, a cargo del gobierno, para acceder a expertos y abogados así como la consideración de puntos de vista y metodologías alternativas, estando el proceso de negociación controlado por un grupo de ciudadanos y expertos. Ante maniobras como intentos de vender decisiones tomadas de antemano y de engañar a la gente no fomentando la educación pública, Shrader-Frechette, comenta como la respuesta en numerosas ocasiones ha consistido en la desobediencia civil o en acciones contundentes por parte de la gente.
A modo de conclusión, diría que existen numerosas opciones para mejorar la calidad de la democracia y de la toma de decisiones. Considero especialmente relevante, a pesar de sus dificultades y limitaciones, la necesidad de crear «espacios institucionalizados de debate público» para articular valores y para tomar decisiones. Frente a «…una forma de deliberar y ejecutar la política pública que resulta inviable en las sociedades abiertas contemporáneas (…) estamos hablando de foros públicos de discusión con pleno acceso a la información relevante y reglas de juego de argumentación contrastadas en igualdad o similaridad de condiciones (…) una deliberación a realizar en el foro público que busque, y no rehuya, la incorporación de nuevos argumentos y nuevos actores al proceso del debate y que procure tanto la acomodación entre ellos, hasta donde sea posible, como su discusión en público y ante el público, con la colaboración de una prensa que se esfuerce por hacer justicia al contenido de los argumentos» [Pérez Díaz y Mezo, 1999].
Se trata de que los políticos, expertos imparciales y personas interesadas debatan en foros públicos, presenten buenos argumentos, escuchen otros y acepten los mejores, en términos de lo que va a beneficiar a la sociedad. Estas opciones plantean problemas de legitimidad sobre la representatividad de los que debaten. Pero, la legitimidad democrática no consiste sólo en ser votado mayoritariamente. Hay otra legitimidad tan importante como esa y es la legitimidad social y moral que se ratifica –o que se pierde– con la forma diaria de tomar decisiones y el ejercicio de la violencia estructural. Habitualmente suele ser una manera opaca, condicionada a intereses ocultos y, por lo tanto, con una mala calidad de los argumentos. De hecho, uno de los grandes problemas de las democracias occidentales consiste en la enorme separación que existe entre poder político y legitimidad social, algo que cuestiona seriamente la credibilidad de los gobiernos y de los organismos supranacionales.
En esta presentación no he hablado del mercado. Creo, sin embargo, que puede jugar un destacado papel en la medida en la que sea una institución al servicio de la sociedad y no al revés. Instituciones como el comercio justo o mercados con precios administrados que penalicen seriamente a los procesos y productos contaminantes –que atentan contra la salud de personas y ecosistemas– en lugar de subsidiarlos como ocurre ahora, son muy necesarias. Pero hay que empezar por deshacer la falacia de que los procesos y productos ecológicos son caros y no son competitivos. La realidad es que son los productos no ecológicos los que nos salen más caros puesto que no incluyen todos los costes sociales y ambientales que generan, recibiendo además cuantiosas subvenciones. Así pues, es este tipo de mercados tramposos el que hay que eliminar.
Referencias bibliográficas
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Fecha de referencia: 13 de febrero de 2002
1: Departamento de Economía Aplicada.
Universidad de La Laguna.
2: Frontiers 1: Fundamental Issues in Ecological Economics.
3: N. del E.: la traducción del término inglés podría ser «tecnología de última generación».
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