Tiempos modernos
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- El 1 enero, 2000
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En Tiempos Modernos, la magistral película de Chaplin, la gran fábrica se nos presenta como la catedral de los nuevos tiempos: inconmensurable, portentosa, sacrosanta; los obreros transitan por ella silenciosos y sobrecogidos. La organización científica del trabajo lleva a una experimentación constante, por lo que se incrementan los ritmos hasta los límites de las capacidades; la parodia de la medida del tiempo de trabajo nos viene con el artilugio con el que se pretende alimentar al obre-ro mientras trabaja; la metáfora sobre la nueva organización del trabajo la encontramos en la me-morable escena en la que un trabajador es engullido, digerido y escupido por los inmensos engra-najes de la maquinaria. Al fin, el brutal ritmo de trabajo puede con nuestro tierno héroe, al que se le va la cabeza y es despedido. Lo que le espera fuera es un mundo de paro, hambre y miseria, y en-tre tanta desolación sólo el amor le ofrece un refugio último a su humanidad. Aún así, la escena fi-nal de la película nos sugiere un futuro amoroso de mucho pan y pocas cebollas.
La película es una crítica al taylorismo, a una organización del trabajo que deshumaniza hasta el punto de pretender convertir al obrero en una máquina servidora de otra máquina, y los tiempos modernos no eran otros que los del capitalismo joven y rampante, la industrialización, los comien-zos de la producción en serie y el desarraigo, la pobreza y la desesperanza del proletariado. Ochenta años después, en un Occidente que brilla por su paz social, su ímpetu productivo, su tec-nología y su capacidad de consumo, esta estampa de la historia social parece un mal sueño. Los nietos de aquellos trabajadores muestran un aspecto mucho más lustroso: frente a su actual forma de vida, ¡qué lejos nos queda aquel obrero enjuto de chaleco y gorra, mirada torva e infinita prole!
El progreso. El siglo XX estuvo lleno de descubrimientos científicos, avances tecnológicos, terremotos políticos y conflictos sociales, todo lo cual ha dado al fin en un capitalismo depredador y global de rostro duro, en una sociedad cada vez más dual y en una clase obrera que se regocija, feliz y adocenada, en el video, el carrito rebosado del supermercado y la vivienda hipotecada. Al margen de vicisitudes, el resultado de este proceso histórico ha sido un cambio radical en la cultural del trabajo, es decir, en los medios y procesos de producción y comercialización, en los mercados de trabajo, en las relaciones sociolaborales y en las maneras de percibir y vivir el hecho de trabajar.
En nuestros tiempos modernos ya no se construyen catedrales, y la grey obrera se reparte y difu-mina por las iglesias, ermitas y santuarios que vienen a ser las pequeñas y medianas empresas y las empresas-red; la industria ha cedido su lugar a los servicios, la producción en serie ha dado paso a la producción flexible y la organización científica del trabajo a un nuevo tipo de organización que, sin abandonar su “cientificidad”, reivindica el trabajo vivo y busca producir, en consecuencia, ese trabajador de formación polivalente, actitud positiva y deseo de implicarse en la empresa. De la segmentación de los mercados se ha pasado a su atomización, de la relación laboral estable a la temporal, y la precariedad ya no se cobija en la arbitrariedad de los patronos, sino en el propio de-recho del trabajo, en la infinidad de contratos a la carta, en las sutilezas de las subcontratas y en el trabajo invisible (término más exacto, creemos, que el de sumergido). Así pues, aquel obrero que durante su adolescencia aprendía el oficio a pie de tajo y pensaba en su trabajo en términos de ci-clos de vida, es ahora un trabajador educado deficientemente que debe compensar su descualifi-cación, poner al día sus supuestas potencialidades, asistiendo a cursos de formación profesional; este trabajador ha cambiado el concepto de oficio por el de empleo, socialmente se define por su nivel de ingresos, no por su destreza profesional, y debe afrontar el hecho de que su futuro laboral esté lleno de incertidumbres. Para colmo, debe competir constantemente contra sí mismo, porque como no dejan de recordarle las políticas de empleo, toda disfunción de su vida laboral es producto de su psicopatía.
Trabajo y salud. Cunde la idea de que la explotación y el sufrimiento en el trabajo son bastante menos intenso ahora que en los tiempos de nuestros abuelos, que nada tienen que ver aquellas jornadas de doce o catorce horas y tremendos esfuerzos físicos con las de hoy día, que asistidas por los avances tecnológicos son más cortas y menos fatigosas. Ciertamente, el progreso ha per-mitido la reducción de la jornada laboral e incluso el acceso de la clase asalariada a una parte de la riqueza social acumulada (dígase educación, cultura, sanidad o prestaciones sociales), pero tam-bién ha supuesto el incremento exponencial de la productividad del trabajador. No obstante, a pe-sar de la reducción legal del tiempo de trabajo, a estas alturas de la desregulación de los mercados cabe poner en cuestión que el tiempo real dedicado al trabajo sea sensiblemente menor: basta con sumar al tiempo efectivo de trabajo el tiempo de desplazamiento, el dedicado a la formación y, so-bre todo, las jornadas extraordinarias encubiertas; y cabe igualmente cuestionarse que, en general, el esfuerzo físico – esto es, el contenido del trabajo y el tiempo, ritmo e intensidad para ejecutarlo- haya disminuido. Pero de lo que no nos cabe duda es de que a la explotación física se ha añadido una presión psicológica cuya intensidad no tiene precedentes.
Para el taylorismo, que surgió cuando la expansión de los mercados permitió la producción en se-rie y la incorporación de máquinas especializadas, el trabajador debía limitarse a la ejecución de las tareas que se le asignaban; disociada la programación del trabajo de su ejecución, poco impor-taban la vocación o las actitudes, lo que contaba era la aptitud, el rendimiento, el incremento de la productividad: Ford, el padre de la cadena de montaje, resumía la filosofía taylorista cuando se quejaba de tener que contratar a todo el trabajador, cuando de él sólo necesitaba sus manos. Así pues, bajo una organización taylorista o fordista pura, el trabajador sólo estaba obligado a cumplir con los objetivos asignados a la producción, y todas sus preocupaciones se dirigían a mejorar su remuneración y sus condiciones de trabajo. Actualmente, estos tipos de organización están siendo suplantados o completados por los principios de la producción flexible y la calidad, lo que sin re-nunciar al incremento permanente de la productividad supone un cambio radical en la forma de gestionar la mano de obra o, si queremos, los recursos humanos. Dicho sucintamente, una vez in-troducida la teoría de la jerarquía de las necesidades humanas, el salario deja de ser la motivación central y la actividad laboral se prende de imprecisas, mal definidas, y a menudo creadas, necesi-dades psicológicas y sociales; concebido el trabajo como objeto de realización, aunque sin cues-tionar su sentido ni el de la propiedad, se propone que ya no basta la destreza: hay que añadir la polivalencia, la voluntad, la motivación, el compromiso y la identificación, es decir, poner en el asador todas las capacidades profesionales, intelectuales y emocionales.
Más adelante veremos los factores psicosociales de la organización del trabajo que tienen una re-lación directa con la salud, pero sería un error plantear el análisis de esta relación sólo en el marco de las relaciones sociolaborales que se dan en la empresa. Sin duda, el conflicto surge en el pues-to de trabajo, lugar en el que concurren los intereses contrapuestos de la empresa y el trabajador; es allí donde la salud nos aparece como un indicador, un síntoma del precario equilibrio que sos-tienen. No obstante, ni la organización del trabajo ni sus riesgos asociados son patrimonio exclusi-vo de una empresa, sino expresiones de los sistemas de producción, del desarrollo de las fuerzas productivas y del conjunto de creencias, valores, actitudes e ideologías que conforman la cultura del trabajo. No podemos entender, por ejemplo, las condiciones de trabajo sin considerar las políti-cas económicas y de empleo o las innovaciones tecnológicas, al igual que tendremos un concepto de estrés laboral vacío si no recurrimos a la ideología, la moral o la tasa de beneficios.
El héroe de Tiempos Modernos sucumbía, presionado por la amenaza del desempleo y la pobreza extrema, a los estragos que produce un trabajo sin contenido, mecánico, aislado y sometido a una autoridad dictatorial; su amor es una concesión de Chaplin al romanticismo, ya que en general su destino era el embrutecimiento y el alcoholismo. El héroe de nuestros tiempos (pensemos en La cuadrilla de Loach, por ejemplo) sucumbe, ante un mundo de valores resquebrajados y la amenaza de la exclusión social, a la degradación de sus condiciones de trabajo; entre la rotación laboral, la precariedad, el reciclaje profesional, la búsqueda de unos ingresos suficientes y la merma de la protección social, su vida laboral le acerca a la picaresca; la desarticulación de su clase le ha pri-vado de un “nosotros”, y su debilitada identidad expresa el desasosiego y el sufrimiento a través de la depresión, la ansiedad y el estrés. Por tanto, si unimos a esto el hecho incuestionable de que la siniestralidad laboral va en permanente aumento, no creo que pueda afirmarse que en términos de salud laboral podamos hablar de progreso.
Artículo de JOSÉ LUIS REINA Y ANGEL CÁRCOBA
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