Recursos naturales y medio ambiente
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- El 30 junio, 2005
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Parte B. El asalto ecologista al progreso económico
1. La hostilidad al progreso económico
Desde hace mucho tiempo ha existido hostilidad al progreso económico. Antes de los años 60, la hostilidad se basaba en las doctrinas del ascetismo, el consumo inmoderado, el relativismo cultural y en una serie de falacias económicas a las que he agrupado bajo el nombre de consumismo. (Esto último viene representado por creencias como que la mecanización produce desempleo y que la guerra y la destrucción generan prosperidad. De acuerdo con el consumismo, el problema fundamental de la vida económica no es la creación de riqueza sino la necesidad o deseo de riqueza, que se piensa que está limitada naturalmente, límite que se supone se ha sobrepasado o se está a punto de sobrepasar por la producción de riquezas, generando por tanto un problema de “sobreproducción”, depresión y desempleo).
Las doctrinas del consumo inmoderado y el relativismo cultural las he tratado en el Capítulo 2 de Capitalism. El consumismo se trata en ese mismo libro, en la Parte A del Capítulo 13. En lo que se refiere al ascetismo, que encuentra que la propia negación es un valor en sí mismo, no hay nada que decir, excepto que la riqueza es el medio para una mejor salud y una vida más larga, así como para disfrutar más de la vida. Así, su valor se implica lógicamente en el concepto más amplio de los valores humanos, que presuponen la existencia de seres humanos que valoran sus vidas.[1] Más aún, como demostré en el Capítulo 2 de Capitalism, la riqueza sin límites prácticos es necesaria para conseguir valores del mundo físico a la escala requerida y hecha posible por la posesión humana de razón.[2] El ascetismo por tanto es sencillamente una doctrina de la negación de los valores y la vida humana.
En las últimas tres décadas se desarrollado una poderosa nueva oposición al progreso económico. Esta oposición deriva del llamado movimiento ecologista o medioambientalista. (En lo que sigue, usaré las expresiones “doctrina ecologista”, “ecologismo” y “medioambientalismo” y “ecologistas”, “ambientalistas” y “medioambientalistas” indistintamente). Este movimiento ha alcanzado tal grado de influencia que actualmente parece estar a punto de ser realmente capaz de detener cualquier progreso económico mediante la conversión de su programa en ley.
Esa amenaza no puede ignorarse. De hecho, no vale de nada explicar cómo la división del trabajo hace posible el progreso económico y la dependencia de la división del trabajo del capitalismo, cuando el valor del progreso económico por sí mismo se ha puesto en cuestión de esta manera. Por tanto, aunque se convierta en una digresión, las doctrinas del movimiento ecologista y su refutación deben ser el objeto del resto de este capítulo.
[1] Cf. Ayn Rand, Atlas Shrugged (New York: Random House, 1957), páginas 1012-1013; The Virtue of Selfishness (New York: New American Library, 1964, páginas 1-34.
[2] George Reisman, Capitalism, páginas 43-45.
Parte B. El asalto ecologista al progreso económico
2. Las afirmaciones del movimiento ecologista y su patología del miedo y el odio
La doctrina esencial y general del movimiento ecologista es que continuar con el progreso económico es a la vez imposible y peligroso. En la medida en que afirma la imposibilidad de continuar con el progreso económico, el movimiento no ofrece nada más que una repetición de las afirmaciones del conservacionismo. De hecho, puede considerarse que ha asimilado completamente el movimiento conservacionista, y que ahora el conservacionismo es simplemente un aspecto del ecologismo.
La argumentación contra la posibilidad de un continuo progreso económico se basa, por supuesto, en la imposibilidad de captar la naturaleza física del mundo y la naturaleza progresista del hombre. No debería ser necesario indagar más en este aspecto de la doctrina ecológica, porque ya se ha refutado sobradamente en la Parte A de este capítulo. Allí se mostraba que el problema de los recursos naturales se reduce estrictamente a hacer accesible una mayor parte de los recursos naturales económicamente utilizables virtualmente infinitos. A su vez se demostró que esto debe lograrse a medida que el hombre aumenta su conocimiento y poder sobre la naturaleza a través del progreso científico y tecnológico y su correspondiente aumento en bienes de equipo mejorados.[1]
[1] Ver Parte A, punto 1.
La naturaleza real de la civilización industrial
Antes de considerar las afirmaciones concretas que hacen los movimientos ecologistas referidas a los supuestos peligros del progreso económico, es necesario reconocer la enorme contribución que el motor esencial del progreso económico, esto es, la civilización industrial, ha aportado a la vida y el bienestar humanos desde su nacimiento hace más de dos siglos, en la Revolución Industrial.
La civilización industrial ha incrementado drásticamente la esperanza de vida: desde cerca de treinta años a mediados del siglo dieciocho a unos setenta y cinco hoy día. En el siglo veinte, en Estados Unidos, la esperanza de vida se ha incrementado de unos cuarenta y seis años en 1900 a los actuales setenta y cinco. La enorme contribución de la civilización industrial a la vida humana se muestra aún mejor en el hecho de que el recién nacido estadounidense medio tiene una mayor posibilidad de vivir setenta y cinco años que la que tiene de vivir cinco años el recién nacido medio de una sociedad no industrial. Estos maravillosos resultados se han logrado por una oferta siempre creciente de comida, ropa, refugio, cuidados médicos y todas las ventajas de la vida y una progresiva reducción en la fatiga y agotamiento humanos. Todo ello ha tenido lugar sobre una base de ciencia, tecnología y capitalismo, que ha hecho posible un continuo desarrollo e introducción de productos nuevos y mejorados y métodos de producción más eficientes.
En los últimos dos siglos, la lealtad a los valores de la ciencia, la tecnología y el capitalismo ha permitido al hombre de los países industrializados del mundo occidental poner fin a hambrunas y plagas, y eliminar las antes temibles enfermedades del cólera, difteria, viruela, tuberculosis y fiebres tifoideas, entre otras. Las hambrunas han terminado porque la civilización industrial ha producido la mayor abundancia y variedad de alimentos en la historia del mundo y ha creado los sistemas de transporte y almacenamiento necesarios para ofrecérselos a todos. Esta misma civilización industrial ha producido la mayor abundancia de ropa y calzado y de alojamientos de la historia del mundo. Y aunque algunas personas en los países industrializados pueden pasar hambre o no tener un hogar (casi siempre como consecuencia de las destructivas políticas gubernamentales), lo cierto es que en los países industriales nadie tiene que pasar hambre o no tener dónde alojarse.[1] La civilización industrial también ha fabricado las tuberías de hierro y acero, los sistemas de bombeo y purificación y las calderas, que permiten a todo el mundo tener acceso inmediato a agua potable, caliente o fría, cada minuto del día. Ha fabricado los sistemas de alcantarillado y los automóviles que han eliminado los desechos humanos y animales en las calles de las ciudades y pueblos. Ha fabricado las vacunas, anestésicos, antibióticos y demás “drogas milagrosas” de los tiempos modernos, junto con todo tipo de nuevos y mejores equipos de diagnóstico y cirugía. Han sido esas mejoras en las bases de la salud pública, junto con la mejor nutrición, vestido y alojamiento, las que han acabado con las plagas y reducido drásticamente la incidencia de casi todos los tipos de enfermedad.
Como consecuencia de la civilización industrial, no sólo sobreviven miles de millones de personas más, sino que en los países más desarrollados lo hacen a un nivel que excede con mucho el de los reyes y emperadores de toda la historia anterior—a un nivel que hace pocas generaciones habría sido considerado posible sólo en el mundo de la ciencia ficción. Girando una llave, apretando un pedal y moviendo un volante, se transportan por autopistas en asombrosas máquinas a sesenta millas por hora. Pulsando un interruptor, iluminan una habitación en medio de la oscuridad. Tocando un botón, ven sucesos que tiene lugar diez mil millas más allá. Pulsando otros botones, hablan con otras personas al otro extremo del pueblo o del mundo. Incluso vuelan por el aire a seiscientas millas por hora, a cuarenta mil pies, viendo a la vez películas y saboreando martinis al confort del aire acondicionado. En Estados Unidos, la mayoría puede tener todo esto, y casas y pisos espaciosos, enmoquetados y completamente amueblados, con fontanería, calefacción central, aire acondicionado, neveras, congeladores y radiadores eléctricos y de gas, así como librerías personales de cientos de libros, discos, CDs y casetes, pueden tener todo esto junto a una vida larga y buena salud—como consecuencia de trabajar cuarenta horas a la semana. La consecución de este maravilloso estado de cosas se ha hecho posible por la utilización de equipos y maquinaria cada vez mejores, lo que suele ser el objetivo principal de progreso científico y tecnológico.[2] La utilización de estos equipos y maquinaria cada vez mejores es lo que permite a los seres humanos conseguir siempre mejores resultados con la aplicación cada vez menos esfuerzo muscular.
Ahora bien, inseparablemente ligado al uso de equipos y maquinaria cada vez mejores ha estado el incremento en la utilización de energía artificial, que es la característica que distingue a la civilización industrial y a la Revolución Industrial que constituye su inicio. A los relativamente débiles músculos de los animales domésticos y los todavía más débiles de los seres humanos, y a las relativamente pequeñas cantidades de energía disponibles en la naturaleza en forma de viento y caídas de agua, la civilización industrial ha añadido la energía artificial. Primero lo hizo en forma de vapor generado por la combustión de carbón y después como combustión interna de petróleo y energía eléctrica basada en combustibles fósiles o energía atómica.
Esta energía artificial y la que se deriva de su uso es igualmente esencial para todas las mejoras económicas conseguidas durante los últimos doscientos años. Es lo que nos permite utilizar la maquinaria y equipos mejorados y es indispensable para nuestra capacidad de producir las propias máquinas y equipos. Su utilización es lo que nos permite a los seres humanos conseguir con nuestros brazos y manos, simplemente pulsando botones o moviendo palancas, los asombrosos resultados productivos que llevamos a cabo. A las débiles energías de nuestros brazos y manos se añade el enormemente mayor poder que nos da la energía en forma de vapor, combustión interna, electricidad o radiación. De esta manera, el uso de la energía, la productividad del trabajo y el nivel de vida se relacionan inseparablemente, de forma que los dos últimos dependen completamente del primero.
Por tanto, no es sorprendente, por ejemplo, que los Estados Unidos disfruten de los más altos niveles de vida del mundo. Esto es consecuencia directa del hecho de que los Estados Unidos tienen el índice más alto del mundo de consumo de energía per capita. Estados Unidos, más que cualquier otro país, es donde seres humanos inteligentes han confiado en la maquinaria mecanizada para que ofrezca resultados en su favor. Todo incremento sustancial posterior en la productividad del trabajo y el nivel de vida, tanto aquí en Estados Unidos como en todo el mundo, dependerá igualmente de la energía artificial y el consiguiente incremento en su uso. Nuestra capacidad de hacer más y más cosas con la misma y limitada energía muscular de nuestros miembros dependerá completamente de nuestra capacidad de aumentarla con la ayuda de aún más energía de ese tipo.
Se comprenden tan poco estos hechos elementales que se ha puesto de moda un concepto pervertido de la eficiencia económica, un concepto cuyo significado real es precisamente el contrario al de la eficiencia económica. La eficiencia económica se centra en la capacidad de los seres humanos para reducir la cantidad de trabajo que se necesita emplear por unidad de producto y por tanto para ser capaz de producir más y más empleando la misma o menos cantidad de trabajo. Por supuesto, esto requiere un uso creciente de energía, tal como acabo de explicar. Sin embargo en la práctica hoy en día cada vez más se ve la eficiencia económica centrándose cuánta menos energía puede consumirse por unidad de producto, lo que, evidentemente, implica necesariamente una necesidad de incrementar el trabajo humano por unidad de producto. Por ejemplo, un artículo de primera página del New York Times, del 9 de febrero de 1991 titulaba “El Plan Energético de Bush hace énfasis en los incrementos en la producción en lugar de en la eficiencia” (Bush’s Energy Plan Emphasizes Gains in Output over Efficiency). Aunque el título parece referirse específicamente a la producción de energía, la postura real del artículo reduce al absurdo lo que sugiere el título, esto es, que los incrementos en la producción global de bienes fabricados con la misma cantidad de trabajo humano contradicen a la eficiencia, porque cualquier incremento de ese tipo requiere una mayor producción y uso de energía per capita, a lo que el articulo califica de ineficiente. En la misma línea, un titular posterior en el mismo periódico decía “Malas noticias: El combustible está barato” (Bad News: Fuel Is Cheap).[3] La argumentación posterior aclarará que la perversión del concepto de eficiencia es filosóficamente consistente con los valores fundamentales del movimiento ecologista.
No sólo el movimiento ecologista o medioambientalista responde a los magníficos logros de la civilización industrial con la sensibilidad propia de un tronco seco, sino que virtualmente en todos sus aspectos representa un ataque a la civilización industrial, a los valores de la ciencia, la tecnología y el capitalismo sobre los que descansa la civilización y a sus frutos materiales, del aire acondicionado y los automóviles a los aparatos de televisión y las máquinas de rayos X. El movimiento ecologista es, como acertadamente lo calificó Ayn Rand, “la Revolución Anti-Industrial”.[4]
Consecuentemente con lo que dije anteriormente en relación con los valores del capitalismo, nada de lo precedente dice que la vida en el mundo moderno no tenga serios problemas, especialmente en muchas de las grandes ciudades actuales.[5] Sin embargo hay que decir que los problemas no son consecuencia del progreso económico, el capitalismo, la tecnología, la ciencia o la razón humana. Por el contrario, son precisamente consecuencia de la ausencia de estos valores. La solución a todos los problemas, del crimen al desempleo, es una combinación de uno o más de estos atributos esenciales de la civilización industrial. Así por ejemplo, si el control de las rentas inmobiliarias destruye la calidad de los alojamientos en las ciudades, si la legislación del salario mínimo y a favor de los sindicatos causa desempleo, si la inflación y los impuestos confiscatorios causan pérdidas en el capital y decrecimiento económico, si la aceptación de la doctrina del determinismo impide el castigo a los criminales—sobre la base de que eso no les ayuda—y aumentan los índices de criminalidad, si la gente está enferma y busca salud, si son pobres y quieren ser más ricos, la solución no es destruir la civilización industrial. La solución es más de aquello sobre lo que descansa la civilización industrial. Es la libertad económica—el capitalismo. Es el reconocimiento del poder de la razón y por tanto el poder del individuo para mejorar. Y es la ciencia, la tecnología y el progreso económico. Lo que no es la solución, es el ecologismo.
[1] Las destructivas políticas gubernamentales a las que me refiero son la legislación a favor de los sindicatos y el salario mínimo, el estado de bienestar, los subsidios al campo, controles de rentas inmobiliarias y leyes que prohíben cosas como el número de personas que pueden ocupar un piso o el mínimo espacio de suelo, superficie acristalada y otras cosas que tienen que existir por ocupante. La legislación a favor de los sindicatos y del salario mínimo privan a la gente de la posibilidad de tener un empleo al hacer la mano obra artificialmente más cara y por tanto reducir la demanda por debajo de la oferta disponible. El estado de bienestar elimina la necesidad de ser autosuficiente y por tanto de aprender las habilidades necesarias para serlo y por consiguiente la posibilidad de mejorar. Los subsidios agrícolas hacen más caro el precio de los alimentos de lo que debería ser. Los controles de rentas inmobiliarias crean escasez en los alquileres, aumentando la cantidad de pisos en alquiler demandados y reduciendo la oferta disponible, haciendo así imposible que la gente pueda encontrar casa. Las leyes que establecen determinados mínimos en las viviendas tienen como consecuencia subir el precio de las mismas más allá del alcance de algunos. Sin esas leyes y controles, parte de la vivienda estaría disponible y al alcance financiero de cualquier trabajador. Para un desarrollo de estos puntos, ver George Reisman, Capitalism, páginas 172-194, 580-594 y 655-659.
[2] En el Capítulo 4 de George Reisman, Capitalism, (páginas 123-128) se demuestra cómo la invención, fabricación y aplicación de la maquinaria depende de la división del trabajo.
[3] New York Times, 25 de mayo de 1992, página 1.
[4] Cf. Ayn Rand, The New Left: The Anti-Industrial Revolution (New York: New American Library, 1971).
[5] Ver George Reisman, Capitalism, páginas 48-49
El pavor del movimiento ecologista a la civilización industrial
El movimiento ecologista se caracteriza por su miedo patológico a la civilización industrial y a la ciencia y la tecnología. Teme la “contaminación” del agua y el aire como consecuencia de la producción industrial y la emisión de sus residuos. Teme el envenenamiento de los peces, la destrucción de los ríos y los lagos, la “contaminación” de océanos enteros. Teme la “lluvia ácida”, la destrucción de la capa de ozono, el advenimiento de una nueva edad del hielo, el advenimiento opuesto de un calentamiento global y la fusión de los casquetes polares y el ascenso de los niveles del mar. Teme el uso de herbicidas y pesticidas por miedo a que se intoxique la cadena alimenticia. Teme el use de conservantes químicos e incontables otras supuestas causas de cánceres que derivan de los productos químicos fabricados por la civilización industrial. Teme la radiación, no sólo de de las plantas de energía atómica, sino también de los televisores de color, hornos de microondas, tostadoras, mantas eléctricas y líneas de alta tensión. Teme el vertido de residuos radiactivos, todos los demás residuos tóxicos y todo vertido no biodegradable. Temen los vertederos y la destrucción de zonas húmedas. Teme la destrucción de especies animales y vegetales que son inútiles e incluso hostiles al hombre y reclaman la conservación de todas y cada una. Reclaman la conservación o recuperación de todo tal como está o estaba antes de que llegara el hombre a escena, desde los bosques “viejos”, extensiones de praderas y las zonas inhóspitas del Ártico y el Antártico, a la reintroducción de lobos y osos en áreas de las que han sido eliminados.[1]
Como escribí en otro lugar, como consecuencia de la influencia del movimiento ecologista, hoy en día cada vez más estadounidenses y europeos occidentales “ven la ciencia y la tecnología reales como solían mostrarse humorísticamente en las películas de Boris Karloff y Bela Lugosi, esto es, como temibles ‘experimentos’ que se llevan a cabo en el castillo de Frankenstein. Y tomando en la vida real el papel de campesinos transilvanos aterrorizados y enojados, intentan aplastar esa ciencia y tecnología”[2] A todos los efectos prácticos, el resultado del ecologismo ha sido la creación de una horda de patanes histéricos en medio de la civilización moderna.
Como una expresión principal de este fenómeno, un creciente número de nuestros contemporáneos ven la energía atómica como un terrible rayo de la muerte, fuera del poder humano para usarlo con seguridad. Su miedo es tal que rechazan aprobar incluso el establecimiento de basureros para residuos nucleares. De hecho, como ya hemos mencionado, el gobierno del estado de Nueva York, atormentado él mismo por los temores inculcados por el movimiento ecologista, ha desmantelado la planta de energía atómica de Soreham en Long Island, completamente nueva y totalmente construida. Una planta cuya potencia generada hubiera evitado las sobrecargas y apagones, que ahora son más posibles en el área de la ciudad de Nueva York en los próximos años. El gobierno y los ecologistas parecen totalmente ignorantes o indiferentes acerca de las consecuencias del desmantelamiento de la planta, como gente atrapada en ascensores y metros, grandes cantidades de alimentos estropeados, muertes por infartos a causa de falta de aire acondicionado, etcétera, todo porque la planta y la energía que podría haber generado no existen ni existirán. De lo único que el gobierno del estado y los ecologistas parecen ser conscientes es de imaginar un escape radiactivo a gran escala.
Para satisfacer su temor a la energía atómica, los ecologistas sencillamente hacen caso omiso de todas las salvaguardas científicas y de ingeniería construidas en las centrales atómicas de los Estados Unidos, como sistemas de respaldo, desactivaciones automáticas en caso de pérdida de refrigeración y edificios contendores capaces de soportar el impacto directo de un avión.[3] Ignoran hechos como que el peor accidente nuclear de la historia de Estados Unidos—el de la planta nuclear de Three Mile Island—en realidad confirma la seguridad de los plantas de energía nuclear en Estados Unidos. Completamente al contrario que el caso más reciente de Chernobyl en la antigua Unión Soviética, no hubo una sola muerte, ni un solo caso de sobredosis radiactiva a ningún ciudadano en ese accidente. Además, de acuerdo con estudios publicados en The New York Times, el índice de cánceres entre los residentes en el área alrededor de Three Mile Island no es más alto de lo normal ni ha ascendido.[4]
Ciertamente, el caso de Chernobyl fue un auténtico desastre. Pero este hecho no es una acusación a la energía atómica y aún menos a la ciencia y tecnología modernas en general. Es una acusación sólo a la incompetencia e indeferencia ante la vida humana inherentes al comunismo. Bajo el comunismo (socialismo), no hay incentivo para ofrecer a la gente lo que necesitan o desean, incluyendo seguridad.[5] Además bajo el comunismo (socialismo), la capacidad del gobierno para perseguir las cosas mal hechas en relación con el uso de medios de producción se ve necesariamente comprometida por la propia naturaleza del asunto, puesto que al ser el mismo estado el propietario de los medios de producción, es por tanto la parte responsable de cualquier defecto relacionado con ellos. De hecho, cualquier acusación del estado sería una acusación de sus propios responsables, que lógicamente llegaría a los niveles más altos. Y esto porque bajo la planificación centralizada, que constituye una de las características esenciales del socialismo, los responsables al máximo nivel lo son de todos los detalles de la actividad económica. La necesidad implícita de acusar a los líderes máximos, disminuye grandemente la posibilidad de esas acusaciones. Por tanto, bajo el comunismo, como consecuencia tanto de la falta de incentivos económicos como legales para ofrecer seguridad, son comunes los accidentes industriales de todo tipo, incluyendo aviones y trenes. Ésta es una buena razón para rechazar el comunismo, pero sin duda no una base racional para rechazar la energía nuclear y la sociedad industrial.
Como se ha indicado, como consecuencia de la influencia del movimiento ecologista, los temores de un creciente número de nuestros contemporáneos son tales que rechazan aprobar no sólo vertederos nucleares sino también nuevos vertederos para deshacerse de todo tipo de productos químicos comunes que se generan como residuos de procesos industriales, como ácido sulfúrico, clorhídrico o nítrico, dioxinas, PCBs e incluso plomo o mercurio. Rechazan hacerlo por miedo a envenenarse con los “residuos tóxicos”. Además dejan de comer una cosa detrás de otra, aterrorizados por la posibilidad de que estén envenenados—con conservantes, pesticidas o “química”. Cada vez más, ven cada aditivo químico artificial alimentario como si fuera una causa de cáncer o cualquier otra pavorosa enfermedad. Más y más se vuelven hacia alimentos “naturales”, como si millones de años de ciega evolución y la selección de alimentos fuera una garantía de confianza, pero la aplicación de la ciencia y la inteligencia humanas a la mejora de los alimentos no lo fuera. El miedo a los productos químicos es tal que una compañía química importante y en un tiempo orgullosa de serlo, se sintió obligada a cambiar su lema de “Mejores cosas para una vida mejor usando la química” a, sencillamente, “Mejores cosas para una vida mejor”, porque la misma palabra química se ha convertido en controvertida y una fuente de temor. Cada vez más nuestros contemporáneos también recelan de dispositivos mecánicos normales, desde automóviles y lavadoras hasta escaleras de mano, y reclaman garantías absolutas de seguridad en relación con su utilización. Todos estos recelos se supone que son una respuesta a las supuestas tendencias autodestructivas de una sociedad industrial. Todavía en prácticamente ningún caso se ha ofrecido ninguna prueba real de peligro. De hecho, algunas afirmaciones se muestran inmediatamente como absurdas desde una perspectiva lógica. Por ejemplo, es una contradicción temer a la vez una nueva glaciación y un calentamiento global. Puesto que todas las cosas físicas del mundo son productos químicos, es absurdo temer los conservantes químicos. Ese temor es equivalente al miedo a los conservantes como tales y por tanto el temor al verdadero hecho de que la comida no se estropee tan rápidamente. No sólo no hay prueba del peligro de la civilización industrial, la ciencia y la tecnología, sino que todas las pruebas se dirigen exactamente en dirección opuesta. Como he mostrado, el efecto real de la civilización industrial, la ciencia y la tecnología ha sido incrementar la esperanza de vida dos veces y media desde el principio de la Revolución Industrial y mejorar radicalmente la salud y el bienestar humanos. Los ecologistas sencillamente ignoran todo esto. En su perspectiva, es peor la “contaminación del aire”. Esta creencia se muestra claramente en las palabras de Carl Sagan, un líder ecologista:
Las “factorías diabólicas” de Inglaterra en los primeros años de la revolución industrial contaminaron el aire y causaron epidemias de enfermedades respiratorias. Las nieblas de “sopa de guisantes” de Londres, que ofrecieron un telón de fondo a las persecuciones de las historias de Sherlock Holmes, eran contaminación mortal industrial y doméstica. Hoy día, los automóviles añaden sus tubos de escape y nuestras ciudades están llenas de smog—que afecta a la salud, la felicidad y la productividad de la propia gente que genera los contaminantes. También conocemos la lluvia ácida, la contaminación de lagos y bosques y el daño ecológico causado por derrames de petróleo. Pero la opinión que prevalece ha sido—erróneamente a mi entender—que esos daños se ven más que compensados por los beneficios que ofrecen los combustibles fósiles.[6]
Así, Sagan ha declarado que desde su punto de vista es erróneo creer que el radical y progresivo incremento en la esperanza de vida y en la salud y bienestar humanos pesen más que los efectos de malestar de la contaminación atmosférica. Porque son precisamente esos los beneficios que los combustibles fósiles han generado. Evitar la contaminación del aire es supuestamente más importante. Resulta interesante que, al presentar a la Revolución Industrial como la causa de enfermedades respiratorias, Sagan se las arregla de algún modo para olvidar la prácticamente total eliminación de la tuberculosis y la reducción radical en la frecuencia y mortalidad causadas por la pulmonía que se han conseguido en la civilización industrial. Por supuesto, tradicionalmente la tuberculosis y la pulmonía han sido las enfermedades respiratorias más comunes. Al eliminar prácticamente una y reducir drásticamente la otra, la contribución positiva de la civilización industrial específicamente en lo que se refiere a la salud respiratoria sobrepasa sobradamente la negativa de cualquier enfermedad respiratoria ocasionada por la civilización industrial. Sagan, por supuesto, no se preocupa en especificar la naturaleza y extensión de esas supuestas enfermedades. En su perspectiva, al desarrollar la civilización industrial, nos hemos metido en un “lío”.[7]
El temor del movimiento ecologista hacia la civilización industrial les lleva a querer destruirla. Por tanto, un objetivo básico del ecologismo es bloquear el incremento de una fuente de energía artificial tras otra y al fin disminuir la producción artificial de energía hasta el punto de su práctica inexistencia, deshaciendo así la Revolución Industrial y volviendo al mundo a la economía de la Edad Oscura. No debería haber energía atómica. De acuerdo con los ecologistas, representa el rayo de la muerte. Tampoco debería haber energía basada en combustibles fósiles. De acuerdo con los ecologistas, causa “contaminación atmosférica” y ahora el calentamiento global y por tanto debe dejar de usarse. Incluso tampoco debería haber energía hidroeléctrica. De acuerdo con los ecologistas, la construcción de las presas necesarias destruye el hábitat de la vida salvaje, que constituye una riqueza por sí mismo.
Sólo se permiten tres cosas como fuente de energía, de acuerdo con los ecologistas. Dos de ellas, la energía solar y la eólica, son, hasta donde puede verse, prácticamente inviables como fuentes significativas de energía. (Si, por alguna razón llegaran a ser viables, los ecologistas encontrarán sin duda razones para atacarlas: denunciarían cosas como la reflexión masiva de luces de miles o decenas de miles de acres ocupados por paneles solares, o la mutilación y muerte de aves con las aspas de los molinos de viento). La tercera fuente de energía tolerable, la “conservación”, es una contradicción en los términos. La conservación no es una fuente de energía. Significa simplemente utilizar menos. La conservación es una fuente de energía para uno sólo al precio de privar de energía a algún otro.[8]
La campaña de los ecologistas contra la energía nos hace pensar en la imagen de una boa enrollándose alrededor del cuerpo de su víctima y privándole lentamente de vida. No puede haber otra consecuencia para el sistema económico del mundo industrializado excepto su debilitación y muerte final si sus fuentes de energía se van sofocando progresivamente.
[1] Un libro excelente que refuta las mayor parte de las afirmaciones concretas de los ecologistas es Jay Lehr Ed., Rational Readings on Enviromental Concerns (New York: Van Nostrand Reinhold, 1992). Partes de este capítulo, previamente publicadas en el folleto The Toxicity of Environmentalism aparecen como sumario del libro.
[2] George Reisman, “Education and the Racist Road to Barbarism”, Intellectual Activist 5, nº 4 (30 de abril de 1990), páginas 4-7; reimpreso como folleto (Laguna Hills, California: The Jefferson School of Philosophy, Economics, and Psychology, 1992).
[3] Para una discusión exhaustiva sobre la seguridad de la energía nuclear, ver Petr Beckmann, The Health Hazards of Not Going Nuclear (Boulder, Colorado: Golem Press, 1976).
[4] New York Times, 20 de septiembre de 1990, página A15.
[5] Para un desarrollo de este punto, ver George Reisman, Capitalism, páginas 275-278. También en la misma obra, las páginas 172-180, para una visión de la opuesta manera de operar del capitalismo.
[6] Carl Sagan, “Tomorrow’s Energy”, Parade, 25 de noviembre de 1990, página 10.
[7] Ibíd., página 11.
[8] Debe advertirse que no es respuesta a este hecho el apuntar a casos en los en los que la pérdida de energía puede parecer compensarse por un cambio en el tipo de equipos o materiales utilizados—por ejemplo, obteniendo la misma iluminación consumiendo menos electricidad al utilizar lámparas de un diseño especial. Por su naturaleza, estos casos conllevan mayores costes. Si no fuera así, no habría necesidad de los ecologistas a exhortar, no digamos a obligar, a la adopción de las mismas. Costes más altos significan menos riqueza disponible para otros fines. Por tanto, la conservación ofrece energía para uno, sólo privando a la gente de energía para otros usos y, al provocar esfuerzos para compensar esa pérdida, puede también privarles de riqueza necesaria para otros fines.
La toxicidad del ecologismo y el supuesto valor intrínseco de la naturaleza
La ceguera del movimiento ecologista acerca de los valores de la civilización industrial sólo es comparable a la de la opinión pública acerca de la naturaleza de los valores reales del propio movimiento ecologista. Esos valores explican la hostilidad del movimiento a la civilización industrial, incluyendo su perversión del concepto de eficiencia. No son conocidas por la mayor parte de la gente, porque el movimiento ecologista ha tenido éxito en centrar la atención de la opinión pública en peligros absolutamente triviales, y de hecho inexistentes, y lejos de los enormes peligros reales que él mismo representa.
Así, no hace mucho, como consecuencia de la influencia del movimiento ecologista, una popular marca de agua mineral importada fue retirada del mercado porque determinados tests probaron que algunas muestras contenían treinta y cinco partes por milmillonésima de benceno. Aunque ésta era una cantidad tan pequeña que no hace muchos años hubiera sido imposible incluso de detectar, se determinó que razones de salud pública obligaban a retirar el producto.
Por supuesto, un caso como éste no es raro hoy día. La presencia de milmillonésimas de una sustancia tóxica se extrapola usualmente como si se considerara causa de muertes humanas. Y siempre que el número de muertes previsto exceda de una por millón (o menos), los ecologistas reclaman que el gobierno retire el pesticida, conservante o cualquier otro supuesto responsable de intoxicaciones en el mercado. Lo hacen incluso cuando un nivel de riesgo de uno en un millón es un tercio superior al de que un avión caiga desde el cielo sobre su casa.
Aunque no sea necesario cuestionar las buenas intenciones y sinceridad de la abrumadora mayoría de los militantes de los movimientos ecologistas o medioambientalistas, es fundamental que la gente se dé cuenta de que en ese mismo movimiento, que generalmente se considera como noble y elevado, pueden encontrarse más que pequeñas evidencias de la más profunda toxicidad—evidencias que ofrecen los propios líderes del movimiento y en los términos más claros. Consideremos, por ejemplo, la siguiente cita de David M. Graber, un biólogo investigador del Servicio de Parques Nacionales (National Park Service), en su destacada revisión en Los Angeles Times del libro de Hill McKibben, The End of Nature:
Esto [el hombre “rehaciendo progresivamente la tierra”] hace que lo que está ocurriendo no sea menos trágico para aquéllos que valoramos la naturaleza en estado salvaje por sí misma, no por el valor que tiene para la humanidad. Yo en particular, no puedo desear para mis hijos ni para el resto de los seres vivos de la tierra un planeta domesticado, sea monstruoso o—no lo creo—benigno. McKibben es un biocentrista y yo también. No nos interesa la utilidad para la humanidad de una especie en particular o de un río que fluye o de un ecosistema. Tienen un valor intrínseco, más valor—para mí—que una vida humana o miles de ellas.
La felicidad humana, y sin duda la fecundidad humana, no son tan importantes como un planeta salvaje y saludable. Sé que hay científicos sociales que me recordarán que la gente es parte de la naturaleza, pero no es verdad. En algún momento en el tiempo—hace unos mil millones de años, quizá quinientos—rompimos el contrato y nos convertimos en un cáncer. Nos hemos convertido en una plaga contra nosotros mismos y contra la Tierra. Es cósmicamente improbable que el mundo desarrollado elija acabar su orgía de consumo de energías fósiles y el Tercer Mundo su consumo suicida de paisajes. Hasta es momento en que el Homo sapiens decida volver a la naturaleza, algunos de nosotros sólo podemos esperar que aparezca el virus apropiado.[1]
Mientras que el Sr. Graber desea abiertamente la muerte de mil millones de personas, el Sr. McKibben, el autor revisado, cita aprobatoriamente la bendición de John Muir a los caimanes, describiéndola como un “buen epigrama” para su propia y “humilde aproximación”: “Honorables representantes de los grandes saurios de la vieja creación, ¡ojalá podáis disfrutar por mucho tiempo de vuestros lirios y juncos y veros bendecidos de vez en cuando con un bocado de hombre aterrorizado como exquisitez!”[2].
Esas frases representan veneno puro, no adulterado. Expresan ideas y deseos que, si fueran realidad, significarían el terror y la muerte para un enorme número de seres humanos.
Estas frases, y otras parecidas, las realizan miembros eminentes del movimiento ecologista.[3] El significado de esas frases no puede minimizarse adscribiéndolas a una pequeña porción del movimiento ecologista. De hecho, aunque esos puntos de vista fueran indicativos del pensamiento de sólo el 5 o el 10 por ciento del miembros del movimiento ecologista—la rama “radicalmente ecologista” de Earth First!—representarían una toxicidad en la totalidad del medioambientalismo no al nivel de milmillonésimas, ni siquiera de millonésimas, sino al nivel de centésimas, lo que es, evidentemente, un nivel de toxicidad enormemente más elevado de lo que se estima constituye un peligro para la vida humana y prácticamente cualquier otro caso en el que aparece un veneno mortal.
Pero el nivel de toxicidad del movimiento ecologista en su conjunto es mucho mayor incluso de partes por centésima. Sin duda está al menos al nivel de bastantes partes por decena. Esto es evidente por el hecho de que la rama principal del movimiento ecologista no hace críticas significativas o en lo fundamental a las opiniones de los señores Graber y McKibben. De hecho, John Muir, cuyo deseo a los caimanes de que se vean “bendecidos de vez en cuando con un bocado de hombre aterrorizado como exquisitez” cita aprobadoramente McKibben fue el fundador del Sierra Club, que se enorgullece de ese hecho. Por supuesto, el Sierra Club es la principal organización medioambiental y se supone que la más respetable de todas ellas. De todos modos, hay algo mucho más importante que la genealogía del Sierra Club—algo que ofrece una explicación en términos de principio básico de por qué la rama principal del movimiento ecologista no ataca a lo que podría pensarse que es sólo una porción. Es una premisa filosófica fundamental que la rama principal comparte con la supuesta porción y que lógicamente implica odio por el hombre y sus logros. Es la premisa de que la naturaleza tiene un valor intrínseco—esto es, que la naturaleza tiene valor por sí misma, aparte de cualquier contribución a la vida y el bienestar humano.
La premisa antihumana del valor intrínseco de la naturaleza se remonta, en el mundo occidental, tan atrás como a San Francisco de Asís, quien creía en la igualdad de todas las criaturas vivientes: hombre, ganado, pájaros, peces y reptiles. De hecho, precisamente en razón de esa afinidad filosófica y por deseo de la mayor parte del movimiento ecologista, San Francisco de Asís ha sido oficialmente declarado santo patrón del ecologismo por la Iglesia Católica. La premisa del valor intrínseco de la naturaleza se extiende a un supuesto valor intrínseco de bosques, ríos, cañones y laderas—a todo lo que no sea el hombre. Su influencia se hace notar es el Congreso de los Estados Unidos, en afirmaciones como las del Representante Morris Udall, de Arizona: en general, que un desierto helado e inhóspito en el norte de de Alaska, donde parece haber grandes yacimientos de petróleo, es un “lugar sagrado” que nunca debería dedicarse a torres de perforación y oleoductos. Esta presente en la afirmación patrocinadora de un representante de la Wilderness Society de que “hay una necesidad de proteger la tierra no sólo para la vida salvaje y el disfrute de la gente, sino simplemente para tenerla ahí”[4]. Por supuesto, también está presente en el sacrificio de los intereses de los seres humanos a favor del snail darter* o del búho manchado.
La idea del valor intrínseco de la naturaleza implica inexorablemente un deseo de destruir al hombre y sus obras, puesto que implica una percepción del hombre como el destructor sistemático de lo bueno y por tanto el generador sistemático de maldad. Igual que el hombre percibe a coyotes, lobos y serpientes de cascabel como dañinos porque diezman habitualmente el ganado, que valora como fuente de alimento y vestido, siguiendo la premisa del valor intrínseco de la naturaleza, los ecologistas ven al hombre como dañino, porque, al perseguir su bienestar, diezma sistemáticamente la vida salvaje, selvas y formaciones rocosas que los ecologistas sostienen que tienen un valor intrínseco. De hecho, desde la perspectiva de esos supuestos valores intrínsecos de la naturaleza, el grado de supuesta destructividad y daño del hombre está en proporción directa a su lealtad a su naturaleza esencial. El hombre es el ser racional. Es la aplicación de su razón en forma de ciencia y tecnología y la civilización industrial lo que le permite actuar sobre la naturaleza en la enorme escala en la que lo hace hoy día. Por tanto es por su capacidad y uso de razón—manifestados en su tecnología e industria—por lo que se le odia.
De hecho, la doctrina del valor intrínseco implica que el hombre tiene que considerarse a si mismo como un profanador de la sacralidad de la naturaleza por culpa de su propia existencia, porque cada vez que respira y cada paso que da no puede ayudar sino alterar algo de un supuesto valor intrínseco. Por tanto si el hombre no se extingue por completo, está obligado por la doctrina del valor intrínseco a minimizar su existencia minimizando a su vez su impacto en el resto del mundo y a sentirse culpable por cada acto que realice para asegurarse la existencia.
La misma doctrina del valor intrínseco, claro, sólo es una racionalización de un preexistente odio al hombre. No se invoca porque se dé algún valor real a lo que supuestamente tenga un valor intrínseco, sino que simplemente sirve como pretexto para denegar valores al hombre. Por ejemplo, el caribú se alimenta de vegetación, los lobos comen a los caribúes y los microbios atacan a los lobos. Cada uno de ellos, la vegetación, los caribúes, los lobos y los microbios tiene supuestamente, según los ecologistas, un valor intrínseco. Pero no hay ninguna forma de actuar adecuada para el hombre. ¿Debería el hombre actuar para proteger el valor intrínseco de la vegetación de la destrucción por el caribú? ¿Debería actuar para proteger el valor intrínseco del caribú de la destrucción por los lobos? ¿Debería actuar para proteger el valor intrínseco de los lobos de la destrucción por los microbios? Aunque está en juego cada uno de los supuestos valores intrínsecos, se obliga al hombre a no hacer nada. ¿Cuándo sirve la doctrina del valor intrínseco como guía para lo que el hombre debe hacer? Solamente cuando el hombre llega a dar valor a algo. Entonces se invoca para denegarle el valor que pretende. Por ejemplo, el valor intrínseco de la vegetación y las demás cosas se invoca como guía para la acción humana sólo cuando allí haya algo que quiera el hombre, como petróleo, y entonces, como en el caso del norte de Alaska, esta invocación sirve para privarle de obtenerlo. En otras palabras, la doctrina del valor intrínseco no es nada salvo una doctrina de la negación de los valores humanos. Es puro nihilismo.
Debe entenderse que está lógicamente implícito en lo que acaba de decirse que establecer una institución como la propuesta en California de “Defensor del Medio Ambiente”, sería equivalente a establecer un cargo de Negador del Valor Humano. El trabajo de una institución como ésa sería prohibir al hombre adquirir lo que valora por la única razón de que es hombre y desea adquirirlo.
Por supuesto, el movimiento ecologista no es un veneno puro. Muy pocas personas lo atenderían si lo fuera. Como he dicho, es venenoso sólo al nivel de varias partes por decena. Mezclado con el veneno y rodeándolo como una especie de capa endulzante hay una defensa de muchas medidas que tienen el declarado propósito de promover la vida y el bienestar humano, y entre ellas, algunas, consideradas aisladamente, podrían incluso alcanzar ese propósito. El problema es que la mezcla es venenosa. Y así, si uno bebe ecologismo, inevitablemente bebe veneno.
Dado el nihilismo subyacente en el movimiento, realmente no es posible aceptar a primera vista ninguna de las afirmaciones que hace de buscar la mejora en el bienestar y la vida humana, especialmente cuando seguir sus recomendaciones impondría en la gente grandes costes y privaciones. De hecho, nada puede ser más absurdo o peligroso que asesorarse sobre cómo mejorar en la vida y bienestar de uno mediante aquéllos que desean nuestra muerte y cuya satisfacción proviene del terror humano, que, por supuesto, como he demostrado, es precisamente lo que desea el movimiento ecologista—abierta o solapadamente. Esta conclusión, debemos advertir, aplica independientemente de las credenciales científicas o académicas de un individuo. Si un supuesto científico cree en el valor intrínseco de la naturaleza, entonces pedir su consejo es equivalente a pedir consejo a un médico que es partidario de los gérmenes y no del paciente, si es posible imaginar esto. Obviamente, los comités del Congreso que toman testimonio a supuestos testigos expertos acerca de propuestas legislativas medioambientales tienen que tener esto en cuenta y no olvidarlo nunca.
No es sorprendente que, prácticamente en todos los casos importantes, las afirmaciones hechas por los ecologistas han resultado ser falsas o simplemente absurdas.
[1] Los Angeles Times Book Review, 22 de octubre de 1989, página 9.
[2] Hill McKibben, The End of Nature (Nueva York: Random House, 1989), página 176.
[3] Otro ejemplo es el de Christopher Manes, el autor de Green Rage: Radical Environmentalism and the Unmaking of Civilization (Boston: Little, Brown, 1990). Él y la organización Earth Fist!, a la que apoya, consideran el hambre en África y la expansión del SIDA como acontecimientos beneficiosos para el medio ambiente. El fundador de Erath First!, David Foreman, ha descrito a la humanidad como “un cáncer para la naturaleza” y ha dicho “yo soy el anticuerpo” (en New York Times Book Review, 29 de julio de 1990, página 22). Otro representante de Earth First! escribe: “Sólo unos pocos agentes patógenos humanos se comparten con otros miembros en nuestro planeta. Una guerra biológica no tendrá impacto en otras criaturas, grandes o pequeñas, si la diseñamos cuidadosamente” (en Forbes, 29 de octubre de 1990, páginas 96-97). Y Paul Ehrlich, uno de los más antiguos y prominentes líderes del movimiento ecologista, quien supuestamente es totalmente respetable, critica la “preocupación por controlar la muerte”, lo que para él quiere decir “preocupación por los problemas y enfermedades de la edad madura”. Desde su punto de vista, esa preocupación y la consiguiente prolongación de la esperanza de vida humana, “nos lleva al desastre”. (Ehrlich, La explosión demográfica [Barcelona: Salvat Editores, 1994]).
[4] New York Times, 30 de agosto de 1990, páginas A1 y C15. * Pequeño pez protegido por el Gobierno de EEUU, que suspendió para ello la construcción de una presa en Tellico, en el valle de Tennesse (N. de T.).
La supuesta contaminación del agua y el aire y la destrucción de las especies
Los ecologistas afirman que el progreso económico y la civilización industrial que lo posibilita han sido responsables de contaminar el agua y el aire y de destruir gratuitamente especies animales y vegetales, poniendo así en peligro la vida humana. Para responder a las afirmaciones de los ecologistas en estas áreas, sólo es necesario recordar unos pocos hechos conocidos por todos.
En primer lugar, en lo que se refiere a la relación entre industrialización y calidad del agua: es obvio que la fiabilidad del agua potable tiene una relación directa con el grado de desarrollo económico de un país. Puede beberse tranquilamente agua en prácticamente cualquier lugar de Estados Unidos. Y pasa igual en las principales ciudades de Europa Occidental. Pero si se viaja a lugares más pobres, como México, la mayor parte del resto de Latinoamérica y de Asia y África, se necesita tomar precauciones. (La reciente epidemia de cólera en Perú, con su suministro “natural” y sin tratar químicamente, ofrece un trágico testimonio de la realidad de las afirmaciones anteriores). En realidad, si alguien viaja a las selvas africanas o vietnamitas, o incluso a las zonas salvajes de Canadá es mejor que hierva el agua o utilice tabletas purificadoras. Incluso en un hermoso lago azul canadiense—del tipo que aparece en los carteles ecologistas con un indio americano derramando una lágrima—puede haber animales muertos en descomposición que viertan gérmenes patógenos en el agua que alguien podría beber. La fiabilidad de los suministros de agua depende obviamente de plantas de purificación, tuberías y estaciones de bombeo—en resumen, de la industria moderna. Aunque algunos ríos, lagos y arroyos en los países industrializados pueden estar más sucios hoy día que en el pasado, el suministro de agua potable nunca ha sido mejor, gracias a la industria moderna. (Y sin duda, muchas o casi todas las masas de agua sucia actuales también estarían limpias y serían fiables, si estuvieran sujetas a derechos privados de propiedad. En ese caso, los individuos tendrían incentivos para mantenerlos limpios al poder cobrar por el agua y por beneficios como derechos de pesca).
En segundo lugar, en lo que se refiere a la relación entre industrialización y calidad del aire, el hecho evidente es que aunque la calidad del aire en pueblos y ciudades grandes en inferior a la del campo abierto, y siempre lo ha sido, es mucho mejor en la actualidad de lo que lo ha sido en el pasado—precisamente por causa del progreso económico. Antes de la llegada de la industria moderna, las mismas calles servían como alcantarillas. Además, en cada pueblo o ciudad grande, una gran concentración de caballos creaba un enorme problema de contaminación por la deposición de enormes cantidades de estiércol y orina. El desarrollo de la industria moderna del hierro y el acero eliminó el problema del alcantarillado con tuberías de hierro y acero de bajo coste. El desarrollo de la industria del automóvil eliminó la contaminación de los caballos. La calefacción central, el aire acondicionado, la fontanería interna y otros métodos de ventilación han supuesto enormes mejoras en la calidad del aire en el que la gente vive y trabaja.
Y aunque en los primeros años de la Revolución Industrial el proceso de desarrollo económico vino acompañado por carbonilla en pueblos y ciudades (los cuales la gente aceptaba de buen grado como subproductos de no congelarse y de tener todas las demás ventajas de una sociedad industrial), los avances subsiguientes, en forma de electricidad y gas natural, han reducido radicalmente este problema. La sustitución con plantas nucleares de las centrales térmicas de carbón y petróleo harían una enorme contribución a la calidad del aire, porque no emiten a la atmósfera partículas de ningún tipo. Sin embargo, la energía nuclear es la forma de energía más odiada por los ecologistas.[1] Como se ha demostrado más arriba, la práctica erradicación de la tuberculosis y la reducción radical en la frecuencia y la mortalidad causada por otras enfermedades respiratorias, como la pulmonía, dan testimonio más que elocuente de la contribución real de la civilización industrial a la calidad del aire.
En tercer lugar, en lo que respecta a la supuesta destrucción gratuita de otras especies: el hombre es responsable de la existencia de de muchas especies de animales y plantas, en sus cantidades y variedades actuales. Por ejemplo, el hombre es responsable de la existencia de la abrumadora mayoría de vacas, ovejas, cerdos, gallinas, caballos y gatos y perros vivos y de la existencia de la mayor parte de las razas concretas en que existen. Sin duda no existirían cosas como las vacas Holstein, los caballos pura sangre, los schnautzer miniatura, caniches enanos o gatos persas si no hubiera hombres. La población de todas las clases de animales domésticos se reduciría radicalmente sin la existencia del hombre que los alimente, cuide de su salud y les proteja de sus enemigos naturales. De la misma manera, el hombre es responsable del hecho de que los cereales, verduras, flores y hierba crezcan donde sólo habría malas hierbas. El hombre es responsable de la existencia de todas las formas de variedades específicas de vida vegetal, desde la rosas American Beauty a las distintas variedades de calabacines.
Más aún, como hemos visto, a pesar de las falsedades difundidas por el conservacionismo y las doctrinas ecologistas, allá donde los terrenos forestales son propiedad privada, el hombre es igualmente responsable de la existencia de muchos árboles y bosques, que la búsqueda de beneficios les lleva a considerar como cosechas a largo plazo.[2] Además, obviamente, el hombre también planta árboles como decoración para embellecer su entorno. Prácticamente todos los árboles de muchas partes del sur de California y otras zonas áridas se plantan y mantienen por el hombre justamente por este motivo.
Está claro que el hombre no es el destructor de especies. Promueve enormemente la existencia de aquellas especies que le reportan beneficio. Sólo busca destruir aquellas especies que le resultan dañinas, incluyendo las que dañan a las especies cuya existencia trata de promover. Así, intenta eliminar especies como el virus de la viruela, ratas, pulgas, serpientes de cascabel, coyotes, lobos y pumas.
Por supuesto, aparecen casos en los que su actividad amenaza la existencia de especies que no son hostiles y que le han sido útiles, como el bisonte americano o, actualmente, ciertas especies de ballenas. En estos casos, las especies no se domestican y crían comercialmente porque la utilidad del animal no es suficientemente grande para justificar el gasto en que incurrirían.[3]
Podría tener cierto valor que unos pocos miembros de las diferentes especies pudieran conservarse como objetos de estudio o curiosidad y quizá como una fuente futura de genes para uso en ingeniería genética. Desde este punto de vista, sería un acontecimiento extraordinario si el argumento de una película de bajo presupuesto se convirtiera en realidad y una expedición científica descubriera una reserva de dinosaurios en alguna parte. Quienes consideren esos objetivos importantes, y por cierto parece que no faltan voluntarios, tienen libertad para aportar dinero para establecer reservas de vida salvaje. Sin embrago, desde un punto de vista práctico, es obvio que la vida humana no se vería significativamente afectada por la desaparición de especies como el bisonte o las ballenas en peligro de extinción. El simple hecho de que la pérdida de unas especies pueda ser irreemplazable desde un punto de vista genético y que en algún momento futuro podríamos lamentar esta decisión, no es un argumento lógico para concluir que no debe permitirse que ello ocurra. Si se aceptara esta argumentación, la gente nunca podría ordenar el garaje o tirar nada, porque, quién sabe, el montón de papeles puede incluir una carta de George Washington o un décimo de lotería premiado. Más aún, el movimiento ecologista, irónicamente, se opone enérgicamente a cualquier uso humano al que la prolongación de esta herencia genética pudiera dedicarse: se opone totalmente a la ingeniería genética. El sentimiento de imperativo moral que proyecta en evitar la pérdida de cualquier especie deriva de su equivocada noción de que las especies tienen un valor intrínseco.
La desaparición de especies se ha venido produciendo desde que hay vida en la Tierra. No parece que ahora sea más acelerado que en cualquier otro momento. Más aún, sea cual sea el nivel al que ocurra ahora como consecuencia de la actividad humana, aún es sencillamente parte de un proceso de la naturaleza. El propio hombre es parte de la naturaleza. Cualquier especie que pueda destruir en el curso de sus actividades no puede razonablemente ser considerado de forma diferente que la de las incontables especies destruidas por cualquier otro proceso natural.
Si se quiere juzgar algo desde una perspectiva ética, la única válida es la del propio ser humano—esto es, una perspectiva que dé por sentado el valor supremo de la vida y el bienestar humanos y el derecho del hombre a hacer todo lo que pueda para mejorar su vida y bienestar. Desde este punto de vista, no puede acusarse a las actividades del hombre respecto de la naturaleza de otra forma que con sobrecogimiento y admiración. En los territorios que abarca la civilización occidental moderna, no sólo ha tenido éxito en estas actividades, sino que lo ha tenido de forma absolutamente brillante. Porque ha transformado su entorno para mejorar su supervivencia y bienestar. Ha transformado enormes áreas que eran originalmente hostiles o al menos indiferentes para su supervivencia virtualmente en jardines—en prósperas áreas de agricultura, industria y comercio. Al hacerlo, ha cambio el equilibrio de la naturaleza radicalmente en su favor.
A la vista de estos hechos, las afirmaciones ecologistas de que el efecto de las actividades productivas humanas en una sociedad industrial en el agua, el aire y las especies representan cualquier tipo de peligro para la vida y el bienestar humanos son claramente absurdos. Todos los hechos negativos aislados a los que apuntan los ecologistas, como el smog en las ciudades o los ríos, lagos o playas sucios en distintos lugares, han acaecido en el contexto de las más radicales mejoras en la vida, la salud y el bienestar humanos, incluyendo mejoras en la calidad del agua que bebe y utiliza la gente, en la calidad del aire en que vive y trabaja y en el balance completo de la naturaleza. Sin embargo, los ecologistas actúan como si los problemas de suciedad derivaran de la sociedad industrial, como si la suciedad no fuera la característica general de la vida humana en las sociedades preindustriales y como si la civilización industrial representara un empeoramiento de unas condiciones más saludables en el pasado. Si se pretende quejarse de la suciedad y la inmundicia, deberíamos ir prácticamente a cualquiera de los países del llamado tercer mundo, que no están industrializados. Allí se encuentra suciedad e inmundicia—contaminación—de la peor especie: excrementos humanos e incluso cadáveres flotando en los ríos y contaminándolos.
Más aún, como ya hemos dicho, lo que solventaría la mayoría de los aspectos negativos de las sociedades industriales, aparte de un mayor uso de la energía nuclear, sería la extensión de la propiedad privada de los medios de producción, especialmente de la tierra y los recursos naturales. El incentivo de los propietarios privados es usar su propiedad de forma que maximice su valor a largo plazo y, cuando sea posible, mejorar su propiedad. En consonancia con este hecho, debería verse cómo extender el principio de la propiedad privada a lagos, ríos, playas e incluso porciones del océano. Los lagos, ríos y playas privados serían casi con toda seguridad lagos, ríos y playas limpios. Los ranchos oceánicos de propiedad privada electrónicamente vallados garantizarían abundantes suministros de casi cualquier cosa útil que se encuentre en el mar o debajo del mismo. Sin duda, las vastas propiedades de gobierno de EEUU en los estados del Oeste y en Alaska deberían privatizarse.
Por supuesto, lo que lleva a los ecologistas a hacer sus afirmaciones acerca de la contaminación del aire y el agua y la destrucción de las especies no es una preocupación real por la vida y el bienestar humanos. No puede dejar de repetirse que la vida y el bienestar humanos no son su estándar acerca de lo que es bueno; en su lugar, lo son los supuestos valores intrínsecos que se encuentran en la naturaleza.
[1] El supuesto peligro de radiación no es una objeción válida para la energía nuclear. La emisión de radiación de una planta de energía atómica a la puerta de casa es igual a aproximadamente un dos por ciento de la radiactividad que se recibe normalmente de otras fuentes—casi todas completamente naturales. En este punto, ver Beckmann, Health Hazards, páginas 112-113. Tampoco lo son los supuestos peligros del almacenamiento de residuos. La propia naturaleza siempre ha almacenado esos elementos altamente radiactivos como el radio y el uranio sin riesgos significativos para la vida humana.
[2] Ver más arriba, Parte A, Sección 3 in fine.
[3] En el caso de las ballenas, la domesticación sería viable si se permitiera el establecimiento de “ranchos” oceánicos vallados electrónicamente y si parte de la población existente de ballenas fuera de propiedad privada. En el caso del bisonte, parece que a un nivel modesto se crían hoy comercialmente.
La supuesta amenaza de los químicos tóxicos, incluyendo la lluvia ácida y la disminución de la capa de ozono
Casi todas las demás afirmaciones de los ecologistas, que en su mayor parte son más recientes, no funcionan mejor que las relativas a la contaminación del agua y el aire y la destrucción de las especies. En prácticamente todos los casos, también han resultado ser falsas o sencillamente absurdas.
Consideremos, por ejemplo, el reciente caso del Alar, un spray químico utilizado durante años en manzanas para preservar su color y frescura. Ahora resulta que, suponiendo que las afirmaciones de los ecologistas sean ciertas, el uso del Alar ocasionaría 4,2 muertes por millón de personas en un periodo de tiempo de 70 años, lo que significaría que comer manzanas tratadas con Alar habría sido menos peligroso ¡que ir en coche al supermercado a comprarlas!
Consideremos: 4,2 muertes por millón durante un periodo de 70 años significa que en un año en Estados Unidos, con una población de aproximadamente 250 millones de personas, ¡unas 15 muertes serían atribuibles al Alar! Este es el resultado de multiplicar 4,2 veces por millón por 250 millones y dividirlo por 70. En ese mismo periodo de un año, ocurren aproximadamente 50.000 muertes en accidentes de circulación en Estados Unidos, la mayor parte de ellas dentro de unas pocas millas alrededor de los hogares de las víctimas y sin duda muchas más de 15 en viajes hacia o desde los supermercados. Sin embargo, a causa de la irresponsable información de los periódicos y televisiones sensacionalistas acerca de las afirmaciones de los ecologistas relativas al Alar se ha creado un pánico, seguido de una caída en las ventas de manzanas, la ruina financiera de un número indeterminado de productores de manzanas y la virtual desaparición del Alar.
Antes del pánico por el Alar tuvimos el pánico por el amianto. De acuerdo con la revista Forbes, resulta que en la manera en que se utiliza normalmente el amianto en Estados Unidos, éste tiene una tercera parte de posibilidades de causar una muerte que de ser alcanzados por un rayo.[1]
También está el supuesto daño a lagos y bosques ocasionado por la lluvia ácida. Aunque sin duda existe el fenómeno de la lluvia ácida (en buena medida como consecuencia de la insistencia gubernamental en la construcción de chimeneas de doscientos pies o más de alto), resulta que, de acuerdo con Policy Review, la acidificación de los lagos y los bosques que los rodean ha sido consecuencia, no de la lluvia ácida, sino de la desaparición de las actividades de tala en las áreas afectadas y por tanto de la alcalinidad que se desprende en esas actividades. Esta actividad ha evitado la acidificación de los lagos y bosques durante unas cuantas generaciones.[2] Más aún, de acuerdo con el informe definitivo del Programa Nacional de Asesoramiento sobre Precipitaciones Ácidas del gobierno de EEUU, la causa directa más importante de la acidificación parece ser simplemente ciento cincuenta millones de toneladas de excrementos de aves al año.[3]
Junto a estos casos, estaban las respectivas histerias sobre dioxinas en el terreno en Times Beach, Missouri; TCE en el agua potable de Woburn, Massachussets; productos químicos en Love Canal, en Nueva York y radiación en Three Mile Island, Pennsylvania. (La última ya se ha demostrado que no tiene ninguna base). De acuerdo con el profesor Bruce Ames, uno de los más eminentes expertos mundiales en cáncer, la cantidad de dioxinas que alguien ha podido absorber en Times Beach fue mucho menor que la que pudiera haber ocasionado algún daño y de hecho, el daño real a los residentes en Times Beach por causa de las dioxinas fue menor al que se produce por beber un vaso de cerveza.[4] (La propia Agencia de Protección Medioambiental ha reducido en consecuencia su estimación de peligro por dioxina por un factor de quince o dieciséis).[5] En el caso de Woburn, de acuerdo con Ames, resultó que el grupo de casos de leucemia que ocurrieron allí fue un azar estadístico y que el agua potable del lugar estaba de hecho por encima de la media nacional en salubridad y no era, como se afirmó, la causa de los casos de leucemia.[6] En el caso de Love Canal, informa Ames, resultó de la investigación que el índice de cáncer entre los antiguos residentes no era superior a la media.[7] (Es necesario utilizar la expresión “antiguos residentes” porque el pueblo perdió la mayor parte de su población por el pánico y la evacuación forzada causados por las afirmaciones de los ecologistas). Sobre todo, escribe Ames, “No hay evidencia epidemiológica o toxicológica convincente de que la contaminación sea una fuente significativa de defectos congénitos y cáncer… los estudios epidemiológicos de Love Canal, dioxinas en el Agente Naranja, refinerías en el condado de Contra Costa, Silicon Valley, Woburn y el uso de DDT no ofrecen evidencias convincentes de que la contaminación sea causa de ningún daño humano en cualquiera de estos casos tan publicitados”[8] La razón es que la cantidad de exposición real fue sencillamente demasiado pequeña como para ser dañina.
Antes de estas histerias, hubo denuncias acerca de la muerte del Lago Erie y el envenenamiento por mercurio de atunes. Desde entonces, el Lago Erie se ha mantenido bien vivo y e incluso esta produciendo cantidades récord de peces en el momento en que se había anunciado su muerte. El mercurio en los atunes era consecuencia de la presencia natural de mercurio en el agua de mar y hay evidencias ofrecidas por museos de que similares cantidades de mercurio han estado presentes en los atunes desde tiempos prehistóricos.
En este momento, como otra derrota de las afirmaciones de los ecologistas, un notable climatólogo, el profesor Robert Pease, ha demostrado que es imposible que los clorofluorcarbonados (CFCs) destruyan grandes cantidades de ozono en la estratosfera, porque, en primer lugar, relativamente pocos son siquiera capaces de alcanzarla. También demuestra que el famoso “agujero” de ozono sobre la Antártica en cada otoño es un fenómeno de la naturaleza, probablemente existente desde mucho antes de que se inventaran los CFCs, y es consecuencia en buena medida del hecho de que durante la larga noche antártica, la luz del sol ultravioleta no está presente para crear nuevo ozono.[9]
[1] Forbes, 8 de enero de 1990, página 303.
[2] Cf. Edward C. Drug, “Fish Store”, Policy Review, número 52, (Primavera 1990), páginas 44-48.
[3] Ver Fortune, 11 de febrero de 1991, página 145.
[4] Ver la emisión de 18 de marzo de 1988 del programa de la ABC “20/20”. Ver también Bruce Ames, “What Are the Major Carcinogens in the Etiology of Human Cancer?”, en V. T. de Vita, Jr., S. Hellmann y S. A. Rosenberg, eds., Important Advances in Oncology 1989 (Philadelphia: J. B. Lippincott, 1989), páginas 241-242. N. del T.: En España, publicado como Avances en oncología 1989 (Barcelona: Espaxs, Publicaciones Médicas, 1990).
[5] Ver New York Times, 15 de agosto de 1991, páginas 1 y A14.
[6] “20/20”, Ames “Major Carcinogens”, página 242.
[7] “20/20”, Ames “Major Carcinogens”, página 244.
[8] Ames “Major Carcinogens”, página 244.
[9] Orange County Register, 31 de octubre de 1990, página B15. Ver también Rogelio A. Maduro y Ralf Schauerhammer, The Holes in the Ozone Square (Washington, D.C.: 21st Century Science Associates, 1992)páginas 11-40 y 98-149.
La falta de honradez de las afirmaciones ecologistas
La razón por la que una tras otra de las afirmaciones ecologistas resultan ser erróneas es que se realizan fundamentalmente sin ninguna preocupación sobre su veracidad. Al realizar sus afirmaciones, los ecologistas toman lo que tengan a mano y que les sirva para asustar a la gente, hacerles perder la confianza en la ciencia y la tecnología y, al final, guiarles para que se dirijan a obtener las cariñosas bendiciones de los propios ecologistas. Las afirmaciones se basan en conjeturas no justificadas y sorprendentes saltos de la imaginación a partir de pequeños fragmentos de hechos, mediante la elusión y la creación de inferencias inválidas. Es una continua elusión y una serie de inferencias inválidas saltar de descubrimientos acerca de los efectos de alimentar a ratas o ratones con dosis equivalentes a cientos de veces o más de lo que cualquier ser humano comería y de eso hacer inferencias acerca de los efectos que tendrían en personas que consumen cantidades normales. El miedo a partes por miles de millón de este o aquel producto químico que cause un número de un dígito de muertes por millón no se basa en la ciencia, sino en la imaginación. Esas afirmaciones no se basan en experimentos ni en el concepto de causalidad.
Nadie ha observado nunca, ni puede, ni podrá, observar algo como dos grupos de un millón de personas idénticas en todos los aspectos, excepto en que durante un periodo de 70 años los miembros de uno consuman manzanas tratadas con Alar, mientras que los miembros del otro no, y que 4,2 miembros del primer grupo hayan muerto. El proceso mediante el que se llega a esa conclusión y su grado de seriedad científica real es esencialmente el mismo que el de una discusión informal entre estudiantes que consista en nada más que suposiciones arbitrarias, manipulaciones, conjeturas y palabrería. En una discusión como esa, podría empezarse con las consecuencias conocidas de una caja fuerte de un cuarto de tonelada cayendo de un décimo piso sobre la cabeza de un desafortunado viandante y a partir de ahí especular acerca de los posibles efectos en un millón de casos de otros posibles viandantes a los que se les cae de las manos o la boca un conguito o un cacahuete en los zapatos y llegar a la conclusión de que 4,2 de ellos morirán.
Más aún, como se ha indicado, en contraposición a los procedimientos de una discusión informal, la razón y la ciencia real establecen causas, que por su naturaleza, son universales. Cuando, por ejemplo, causas genuinas de muertes, como el arsénico, la estricnina o las balas atacan órganos vitales de un cuerpo humano, la muerte es absolutamente seguro que ocurra en todos los casos, excepto en un puñado de casos por cada millón. Cuando algo es en realidad la causa de algunos efectos, lo es en todos y cada uno de los casos en que prevalecen las condiciones indicadas y no lo es sólo en casos en que algunas condiciones estén o no estén presentes, como que una persona haya desarrollado una tolerancia al veneno o que vista un chaleco antibalas. Afirmaciones como que mil cosas diferentes producen cáncer en un puñado de casos no prueban nada, excepto que las causas reales no se conocen—y, aparte de eso, son una indicación de la crisis de la epistemología en la ciencia contemporánea. (Esta crisis epistemológica, debo añadir, se ha acelerado fuertemente desde los años 60, cuando el gobierno se apoderó de la mayor parte de la investigación científica en Estados Unidos y empezó una financiación a gran escala de los estudios estadísticos como sustitutivos del descubrimiento de las causas).
Al hacer sus afirmaciones, los ecologistas ignoran voluntariamente hechos como que los carcinógenos, los venenos y la radiación existen en la naturaleza. La mitad de los productos químicos encontrados en la naturaleza con carcinógenos cuando se utilizan para alimentar a animales en grandes cantidades. (La causa de los cánceres resultantes, de acuerdo con el profesor Ames, no es realmente los productos químicos, naturales o artificiales, sino la constante destrucción de tejidos causada por las dosis masivas y excesivas en que se administran los productos químicos, como sacarina administrada a ratas en una cantidad comparable a humanos bebiendo ochocientas latas de refresco sin azúcar en un día).[1] El arsénico, uno de los venenos más mortales, es un elemento químico natural. La adelfa, una de las plantas más bellas, también es un veneno mortal, como muchas otras plantas y yerbas. El radio y el uranio, con toda su radiactividad, se encuentran en la naturaleza. De hecho, toda la naturaleza es radiactiva en alguna manera. Si el ecologismo no cerrara sus ojos a lo que existe en la naturaleza, si no asociara todo lo negativo exclusivamente al hombre, si aplicaran a la naturaleza los estándares de seguridad que afirman son necesarios en caso de actividad humana, deberían correr de terror alejándose de la naturaleza. Deberían utilizar la mitad del mundo para construir barreras o contenedores de protección contra los supuestamente mortales carcinógenos, toxinas y materiales radiactivos que constituyen la otra mitad del mundo.
Sería un profundo error considerar las repetidamente falsas afirmaciones ecologistas simplemente como el caso del pastor y el lobo. Son más bien el caso del lobo gritando una y otra vez acerca de supuestos peligros para el pastor. El único peligro real, por supuesto, consiste en escuchar al lobo.
Una evidencia directa de la voluntaria falta de honradez del movimiento ecologista viene de uno de sus principales representantes, Stephen Schneider, bien conocido por sus predicciones de catástrofes globales. En el número de octubre de 1989 de la revista Discover, se le cita (con su consentimiento) como sigue:
“… Para hacer esto, necesitamos obtener un apoyo con una base amplia, para captar la imaginación del público. Esto, por supuesto, conlleva obtener porciones de cobertura de los medios de comunicación. Así que tenemos que ofrecer escenarios temibles, hacer declaraciones dramáticas y simples y hacer poca mención de las dudas que podamos tener. Esta ‘obligación de doblez ética’ en la que frecuentemente nos encontramos no puede resolverse de ninguna manera. Cada uno de nosotros tiene que decidir cuál es el equilibrio correcto entre ser eficaz y ser honrado.”
Por tanto, en ausencia de verificación por fuentes totalmente independientes del movimiento ecologista y libres de su influencia, todas sus afirmaciones de buscar la mejora en la vida y el bienestar humanos de una manera específica u otra deben ser consideradas sencillamente como mentiras, teniendo el propósito real de infligir privaciones o sufrimiento innecesarios. En la categoría de mentiras maliciosas se encuadran todas las afirmaciones del movimiento ecologista en el sentido de abandonar la civilización industrial o una parte sustancial de la misma con el fin de superar los supuestos peligros del calentamiento global, la disminución de la capa de ozono, la extinción de los recursos naturales o cualquier otro. De hecho, todas las acusaciones que constituyen denuncias de la ciencia, la tecnología o la civilización industrial que se lanzan en nombre de la vida y el bienestar humanos son equivalentes a afirmar que nuestra supervivencia y bienestar dependen de que abandonemos la razón. (La ciencia, la tecnología y la industria son productos principales de la razón e inseparables de ésta). Todas las afirmaciones de ese tipo no deben considerarse sino una prueba del odio del movimiento ecologista a la naturaleza y la vida del hombre, en realidad no significan un peligro real para la vida y el bienestar humano.
[1] Cf. Ames “Major Carcinogens”, páginas 243-244.
enviado por Leandro Bazano
www.liberalismo.org
Del libro Capitalism de George Reisman
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