GAIA
- Creado por admin
- El 20 junio, 2006
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A la mayoría de nosotros nos enseñaron que la composición de nuestro planeta se podía describir adecuadamente con las leyes de la física y la química. Era una buena y sólida visión victoriana, y, aunque hayan olvidado los detalles, seguramente les habrá quedado la idea de que todo lo que necesitan saber sobre la Tierra se puede encontrar en el libro de texto apropiado, siempre que puedan encontrar el tiempo suficiente para leerlo.
Del mismo modo, se decía que el clima es una consecuencia de la posición en el espacio de la Tierra alrededor de ese gran radiador constante, el Sol. Explicar el clima de cualquier lugar de la Tierra era simplemente cuestión de comparar el calor recibido del Sol en las distintas zonas climáticas con la pérdida de calor debida a la radiación hacia las frías profundidades del espacio.
En este planeta fiable y previsible de los geólogos, a la biosfera se la consideraba como espectadora, y no se le permitía entrar en el juego. Se nos decía a nosotros, y a toda vida, que éramos increíblemente afortunados por estar en un planeta en donde todo es, y siempre ha sido, tan cómodo y adecuado para la vida.
Estoy hablando ahora tomando partido, como una especie de delegado sindical del segmento no humano de la biosfera. En nombre de mis miembros, quiero proponerles que esta explicación de la vida, de su lugar adecuado en el funcionamiento de este planeta, era de una libertad diabólica. Creemos que las condiciones en la Tierra son las apropiadas para la vida por que nosotros y toda vida, por medio de nuestros esfuerzos, hemos hecho que sea así y siga así.
Esto no es nada nuevo. La idea de que la vida pueda tener la capacidad de moldear las condiciones de la Tierra y perfeccionarlas lo máximo posible para la situación de la biosfera contemporánea, ya se ha insinuado en el pasado, especial mente por parte de Redfield, Hutchinson, y Lars Gunar Sillen. En sus tiempos, sin embargo, se consideraba un pensamiento tan radical que iba más allá de la discusión científica en su corriente principal.
La referencia más antigua que he encontrado a la idea de que la vida podría haber moldeado la Tierra para ajustarla a sus propias necesidades, es del ejemplar de junio de 1875 de Scientific American, en un artículo en gran parte relativo a la controversia sobre la evolución:
Un dogma popular ilógico declara que la vida es el gran objeto de la Creación; que la composición, al igual que el contorno de la superficie de la Tierra, hacen especial referencia a su habitabilidad; y que todas las cosas muestran unas directrices diseñadas para capacitar al mundo para que sea el hogar de las criaturas sensibles, especialmente del hombre. En realidad, la ciencia no tiene nada que ver con estos dogmas. No tiene ninguna manera de descubrir el objetivo esencial de las cosas ni tiene tiempo que perder en su discusión. No obstante, a veces resulta difícil no mostrar un interés indirecto en las afirmaciones de los que presumen decidir tales cuestiones, al menos hasta el punto de fijarse en cómo los hechos de la naturaleza contradicen sus afirmaciones. Por lo tanto, en el caso actual, sería mucho más fácil apoyar la tesis contraria; es decir, muy lejos de haber llegado a ser lo que es para que pudiese llegar a estar habitada, la Tierra llegó a ser lo que es gracias a estar habitada. En resumen, la vida ha sido el medio, y no el fin, para el desarrollo de la Tierra.
No fue hasta muy recientemente cuando los nuevos temas, como la biogeoquímica, aparecieron en el panorama científico. Este nuevo planteamiento de la comprensión de nuestra Tierra no fue resultado del progreso de las ciencias en la Tierra; sino que fue inspirado por la investigación de los demás planetas, especialmente la de Marte.
Mi participación en esta historia empezó en 1965 cuando, junto a una colega, Dian Hitchcock, trabajaba en el Jet Propulsion Laboratoy (Laboratorio de Propulsión a Chorro) en Pasadena, California. Se nos había encargado la tarea de examinar críticamente los experimentos de detección de vida en Marte que se habían propuesto en aquel entonces.
En aquella época, y ahora parece que fue hace mucho tiempo, se creía generalmente que había una gran posibilidad de descubrir vida en ese planeta. De todos modos, se creía que el descubrimiento de vida en cualquier lugar fuera de la Tierra sería un acontecimiento trascendental que ampliaría tanto nuestra visión del universo y de nosotros mismos, que valía lo que costase intentarlo. Hitchcock y yo no estábamos en desacuerdo con estos nobles sentimientos, pero nos preocupaba el hecho de que la mayoría de los experimentos pro puestos entonces fuesen demasiado geocéntricos para tener éxito, incluso si realmente existía vida en Marte.
Parecía que todos los experimentos se habían diseñado para buscar la clase de vida con la que cada investigador estaba familiarizado en su propio laboratorio. Buscaban vida parecida a la de la Tierra en un planeta que no se parece en absoluto a la Tierra. Dian y yo parecíamos invitados en una expedición para buscar camellos en el casquete glaciar de Groenlandia o para buscar peces entre las dunas del Sáhara.
Me preguntaba si sería posible diseñar una forma más general de experimento de detección de vida, una que reconoce ría la vida en la forma que fuese. Una posibilidad sería buscar incoherencias en la composición química de la atmósfera planetaria y en la superficie para ver si había sustancias o procesos inexplicables basándose en la química inorgánica. La idea que había detrás de esto era que si el planeta realmente tenía vida, esa vida se vería obligada a utilizar la atmósfera como fuente y depositaria de materias primas y, también, como me dio conveniente para el transporte de sus productos. Tal uso de una atmósfera planetaria se revelaría a través de cambios en su composición química, que eran muy improbables consecuencia de los procesos fortuitos de la química de j no vivo. Era un modo de examinar Marte que hacía muy pocas suposiciones sobre los detalles de la vida, si realmente existía.
Ya en 1965 y mucho antes de que ninguna nave espacial se acercara a Marte, había no obstante, una gran cantidad de información asequible sobre su composición atmosférica Esta provenía de observaciones astronómicas realizadas utilizando telescopios sintonizados a la radiación infrarroja en vez de la visible. El telescopio estaba equipado con un aparato llamado interferómetro múltiple inventado, por mi colega Peter Fellgett, que tenía la capacidad de proporcionar un análisis exquisitamente detallado de los gases de la atmósfera del planeta. Este potente sistema fue utilizado por Pierre y Janine Connes en el observatorio Pic du Midi en Francia y reveló que la atmósfera marciana estaba dominada por el bióxido de carbono y que, aparentemente, se encontraba muy cerca del estado de equilibrio químico. Según nuestra teoría, era muy improbable que hubiese vida en Marte.
Para comprobar este pronóstico, necesitábamos un planeta con vida y, por supuesto, el único disponible para nosotros era la Tierra. No nos fue difícil organizar un experimento teórico con un telescopio imaginario de infrarrojos en Marte. Tal instrumento dirigido hacia la Tierra podría haber encontrado fácilmente la presencia y abundancia de los gases oxígeno, va por de agua, bióxido de carbono y óxido nitroso. Con esta in formación, junto a la de la intensidad de la luz del sol en la órbita de la Tierra, es posible deducir casi a ciencia cierta la presencia de vida en la Tierra.
El razonamiento es el siguiente: tenemos abundancia de oxígeno, el 21% de la atmósfera, y un indicio de metano, 1,5 partes por millón. Sabemos por la química que el metano y el oxígeno reaccionan cuando son iluminados por la luz del sol, y también la velocidad de dicha reacción. Con esta información, podemos concluir con seguridad que la coexistencia de los dos gases reactivos, metano y oxígeno, en un nivel constante, requiere un flujo de metano de 1.000 megatoneladas al año. Esta es la cantidad necesaria para reponer las pérdidas por oxidación. Además, también tiene que haber un flujo de 4.000 megatoneladas de oxígeno por año, porque ésta es la cantidad que se requiere para oxidar el metano. No existe ninguna reacción conocida por la química que pueda fabricar estas enormes cantidades de metano y oxígeno empezando sólo con las materias disponibles, agua y bióxido de carbono, y utilizando la energía solar. Por lo tanto, debe de haber algún proceso en la superficie de la Tierra que pueda ordenar la secuencia de intermediarios inestables y reactivos de un modo programado para lograr este fin. Probablemente este proceso sea la vida.
Habíamos comprobado nuestro método y lo habíamos utilizado para demostrar que seguramente no había vida en Mar te. Huelga decir que éstas no eran noticias bien venidas por nuestro patrocinador, la National Aeronautics and Space Administration (NASA). Necesitaban razones para ir a Marte y, ¿cuál mejor que la de ir a buscar vida allí? Aún peor, no era muy buena publicidad para la NASA afirmar que una obra en la que ellos habían invertido demostraba que había vida en la Tierra. Eso hubiese sido un regalo para el senador Proxmire, y no me sorprendió encontrarme muy pronto sin empleo.
Cuando regresé a Inglaterra en 1966, había un pensamiento que siempre volvía a plantearse: ¿Cómo es que la Tierra mantiene una composición atmosférica tan constante cuando está compuesta de gases sumamente reactivos? Todavía más enigmática era la cuestión de cómo una atmósfera tan inestable podía ser perfectamente adecuada en su composición para la vida. Fue entonces cuando empecé a preguntarme si podía ser que el aire no fuera solamente un entorno para la vida sino una parte de la vida misma. Por decirlo de otra manera, parecía que la interacción entre la vida y el medio ambiente, del cual el aire forma parte, era tan intensa, que el aire podría considerarse similar al pelo de un gato o al papel de un nido de avispones; algo no vivo, sino hecho por cosas vivas para sostener el entorno elegido.
Una entidad que comprende el planeta entero y que tiene la capacidad de regular su clima y su composición química, necesita un nombre correspondiente. Yo era afortunado por tener como vecino cercano en aquel tiempo al novelista William Holding (N.d.E.: El reconocido autor de “El Señor de las Moscas”). Cuando hablé con él de todo esto, durante un paseo por nuestro pueblo, él propuso como nombre Gaia (N.d.E.: Es decir, “Gea”, en su vocalización inglesa), el que utilizaban los griegos para nombrar la Tierra. Estaba contento y agradecido, porque era una palabra simple de cuatro letras y no las siglas de una de esas feas expresiones que tanto gustan a mis compañeros, los científicos. De modo algo ingenuo, imaginé que esta palabra podría sustituir el uso de expresiones tales como la química-bio-geocibernética, o aún peores. Por supuesto, no fue así. No obstante, cuando utilizo la palabra Gaia de ahora en adelante, es para nombrar el sistema hipotético que regula este planeta.
A finales de los sesenta, los únicos científicos que tomaban Gaia en serio eran el eminente geoquímico sueco Lars Gunar Sillen, y la igualmente eminente bióloga americana Lynn Margulis (N.d.E.: ver uno de sus ensayos publicado en esta misma sección). Lynn y yo hemos colaborado en su desarrollo desde entonces, y las pruebas que hemos reunido se dividen en dos categorías.
Primero, existen las pruebas termodinámicas, pruebas que ya he mencionado como relacionadas con la coexistencia del oxígeno y el metano. Se trata de hasta qué punto la real Tierra actual es manifiestamente distinta de una Tierra hecha de la misma materia y en la misma posición en el sistema solar, pero que no tuviera vida. Esta diferencia se puede medir en términos de hasta qué punto la composición de la Tierra, los océanos y el aire es distinta del estado de equilibrio. La diferencia es una medida de la reducción de su entropía debida a la presencia de la vida.
Para ilustrar esta diferencia, consideremos la composición de la atmósfera de varios planetas: Venus, Marte, la Tierra y Júpiter, y también nuestra Tierra hipotética, en la que de alguna manera toda vida se ha extinguido, pero que, por lo de más, es exactamente igual a la Tierra real (cualquiera que fue se el dramático acontecimiento que causó que la vida se extinguiese, fue específicamente biocida, y no afectó ni a la química ni al clima en el momento en que sucedió).
Ahora, lo que importa en una atmósfera no es la cantidad de un gas que haya en ella, sino la cantidad de éste que fluye por la atmósfera. En nuestra atmósfera tenemos el 80 % de nitrógeno, pero es un gas bastante inerte y no fluye por la atmósfera tan rápidamente como el metano, el cual está presente en la cantidad de 1,5 partes por millón. Están presentes tres clases importantes de gases en las atmósferas planetarias: gases oxidantes, como el oxígeno y el bióxido de carbono; gases neutros, como el nitrógeno y monóxido de carbono; y lo que los químicos llaman gases reductores, como el metano, el hidrógeno y el amoníaco.
En general, los gases oxidantes y los reductores tienden a reaccionar los unos con los otros, y normalmente de forma muy enérgica.
El sentido de esta ilustración es que la atmósfera de los dos planetas «terrestres» sin vida, Venus y Marte, sólo contienen gases oxidantes y neutros, mientras que las atmósferas de los grandes gigantes gaseosos, de los cuales Júpiter es un buen representante, solamente contienen gases reductores.
La Tierra, nuestra Tierra viva, es bastante anómala, y ésta es una situación muy inestable. Es casi como si respirásemos el tipo de aire que es el gas premezclado que entra en un horno o un motor de combustión interna. El nuestro es un planeta realmente extraño. Ahora, la estéril Tierra hipotética tendría una atmósfera igual que la de Marte y Venus: habría solamente rastros del oxígeno que hay actualmente en la Tierra; en gran parte, el nitrógeno habría desaparecido en los mares; y el metano, el hidrógeno y el amoníaco desaparecerían en pocos años.
Cuando el aire, el océano y la corteza de nuestro planeta se examinan de esta manera, la Tierra se ve como una anomalía extraña y hermosa. Las pruebas que Lynn Margulis y yo, entre otros, especialmente Michael Whitfield, hemos reunido a través de los años, demuestran casi sin duda que la Tierra es una construcción biológica. Todos los comportamientos de la superficie de la Tierra se mantienen en un estado constante, muy lejos de las expectativas de la química, a través del gasto de energía de la biosfera. El próximo paso es demostrar que esta construcción está perfeccionada al máximo por la biosfera contemporánea. Existen razones para sospechar que la in formación necesaria para establecer la existencia de Gaia como sistema de control está oculta en las pruebas termodinámicas.
De momento, no existe ninguna descripción física formal de la vida en sí misma, y puede ser que se necesite este mismo formalismo para demostrar Gaia.
También existe otra manera de enfocar Gaia y es a través de la cibernética El modo habitual de examinar cibernéticamente una hipótesis consiste en comparar el comportamiento de la Tierra real con el de un modelo dinámico.
Robert Garrels y sus colegas han hecho esto precisamente con los ciclos de algunos de los elementos principales que fluyen a través de los compartimientos de la superficie (océano corteza y atmósfera) de la Tierra Cuando examinaron los efectos de la presencia de vida sobre este flujo, concluyeron, citando a Garrels, que «el entorno de la superficie de la Tierra se puede considerar un sistema dinámico protegido contra las perturbaciones por eficaces mecanismos de realimentación». Del mismo modo, Michael Whitfield ha examinado los ciclos de los elementos en el océano y ha concluido que las maquinaciones de las cosas vivas desempeñan un papel importante en la distribución y abundancia de los diversos elementos que están dispersos por el mar.
Otra manera de examinar cibernéticamente la Tierra es hacer una pregunta: ¿Cuál es la función de cada gas en el aire o de cada componente del mar? Fuera del contexto de Gaia, tal pregunta podría considerarse circular e ilógica, pero desde dentro no resulta más ilógica que preguntar:
¿Cuál es la función de la hemoglobina o de la insulina en la sangre? Hemos postulado un sistema cibernético, por lo tanto, es razonable poner en duda la función de las partes componentes.
Consideremos los gases del aire de esta manera.
El oxígeno es el gas dominante aunque no sea el más abundante. Establece el potencial químico del planeta. Hace posible, cuando hay algo combustible, encender un fuego o accionar un motor de combustión interna en cualquier lugar del mundo. Hace posible que vuelen los pájaros y que nosotros pensemos.
Cualquier componente funcional de un sistema activo probablemente está regulado; con un componente importante y potente como el oxígeno, la regulación ha de ser grande. ¿Qué pruebas tenemos de que se regula el oxígeno? Durante varios cientos de millones de años, obviamente no pudo haber habido más que un pequeño porcentaje menos del oxígeno que hay ahora, o los animales e insectos voladores más grandes no habrían podido vivir.
Mi colega Andrew Watson ha demostrado con ciertos complicados experimentos que nunca podría haber sido mayor que el 4% menor de lo que es ahora, y probablemente ni siquiera un 1 % menos. Sus experimentos demostraron que la probabilidad de los incendios forestales de pende críticamente de la concentración de oxígeno y que un mero aumento del 1 % de oxígeno incrementa la probabilidad de incendio al 60%. Al 25 % de oxígeno, incluso el detritus húmedo del suelo de una selva tropical podría incendiarse con un relámpago. Una vez en llamas, las selvas se quemarían en un incendio impresionante, más intenso que el que jamás hayamos conocido. Si este contenido atmosférico de oxígeno del 25 % se mantuviese mucho tiempo, se quemaría toda la vegetación de la superficie terrestre del planeta. Está claro que tal situación está muy lejos de ser óptima. Nuestro nivel actual del 21 % es un buen equilibrio entre el riesgo y el beneficio; ocurren incendios, pero no tan a menudo que equilibren las ventajas que ofrece una energía de alto potencial.
Aunque éste no es el lugar donde describir nuestro trabajo en este campo, hemos seguido investigando la regulación del oxígeno y ahora opinamos que un proceso de la biosfera aparentemente derrochador y por lo demás enigmático — el de la producción de metano, sólo para que fluya en la atmósfera, donde se oxida, aparentemente sin que sirva para nada—, de hecho forma parte de un circuito de realimentación relacionado con la regulación del oxígeno. Si esto es cierto, el metano tiene una función importante.
Razonamientos similares se pueden utilizar para asignar funciones a los demás gases de la atmósfera incluso el nitrógeno
Uno de los razonamientos más convincentes en favor de Gaia proviene de la necesidad aparente de regulación del clima. Aunque es de dominio público entre los astronautas, no es un hecho generalmente conocido que nuestro sol se está calentando exponencialmente, y que ha estado haciéndolo des de el origen del planeta.
La velocidad de aumento de la producción del sol es tal, que probablemente se haya incrementa do entre el 30 % y 50 % desde que empezó la vida.
Es una propiedad de las estrellas incrementar su producción de calor y luz a medida que se hacen más antiguas, y no existe ninguna razón para suponer que nuestro sol sea una excepción. Obvia mente, el clima al inicio de la vida tenía que haber sido regular, ni glacial ni ardiente. Ahora, el curso de la temperatura durante el tiempo que ha existido la vida no se conoce con seguridad, pero todas las pruebas indican que ha permanecido increíblemente constante.
Un aumento del 30 % del nivel actual de producción solar nos llevaría al punto de ebullición, de modo que si la velocidad actual de aumento de producción so lar ha ocurrido desde el comienzo de la vida, ¿por qué no estamos hirviendo ahora?
Sagan y Muller fueron los primeros que ofrecieron una solución plausible. Sugirieron que la joven Tierra tenía una atmósfera rica en amoníaco y que este gas, mediante su capacidad de absorber la radiación infrarroja, actuaba como una manta que mantenía caliente el planeta a pesar de estar el sol más frío. Otros, a los que no les gusta el amoníaco, han propuesto que del 5 % al 10 % de bióxido de carbono produciría el mismo resultado.
Los indicios de Gaia provienen de la comprensión de que el desarrollo de la Tierra desde su origen hasta hoy en día requería una disminución suave y continua de cualquiera que fuese el “gas-manta” que la mantuviese caliente, de modo que el espesor de la manta correspondiese al calor creciente del sol.
Se han propuesto procedimientos ingeniosos e incluso plausibles en los que, por ejemplo, la velocidad de la erosión de las rocas siempre elimina el bióxido de carbono a la velocidad adecuada para que el planeta permanezca a una temperatura estable. Estos procedimientos pierden credibilidad cuando consideramos el hecho de que el clima de la Tierra está en equilibrio entre dos regímenes climáticos más estables aunque mortíferos, uno glaciar, el otro casi hirviendo.
Además, cuando se tiene en cuenta la tendencia natural de la vida naciente a devorar la manta, el hecho de que la supervivencia de la vida haya ido quedando ilesa durante todos aquellos largos años parece ser un indicio persuasivo de la regulación gaiana.
Tal vez no se requiera más que la casualidad para explicar cualquiera de las pruebas que he mencionado, pero cuando se consideran todas como conjunto, y sobre todo cuando se tiene en cuenta la invariabilidad conocida del medio ambiente de la Tierra junto al conocimiento seguro de que se han soportado muchas perturbaciones importantes, entonces parece que vale la pena examinar Gaia más de cerca.
Durante su desarrollo como hipótesis, Gaia no ha sido observada, aunque tampoco ha sido criticada, por la comunidad científica. Los geoquímicos han preferido creer que, mientras algunos cambios en la Tierra se pueden atribuir a la biosfera, dichos cambios son pasivos y de ningún modo constituyen una regulación.
Hasta el momento, la única crítica ha sido la de los biólogos moleculares, expresada más claramente por Ford Doolittle (N.d.E.: un partidario de la sociobiología), quien mantiene que no existe ningún procedimiento a través del cual la selección natural darwiniana pueda llevar a una entidad casi inmortal como Gaia.
Según él, los genes egoístas nunca podrían formar una asociación tan altruista (N.d.E.: en contraposición, los postulados gaianos presuponen el altruismo y la simbiosis como base del fenómeno social: “El socialismo no es una teoría económica ni una doctrina política, sino la expresión del altruismo inmanente de la vida” de “111 Conceptos para comprender el Socialismo Nacional).
Tomamos esta crítica muy en serio, pero no estamos de acuerdo, como mínimo porque se basa en la falsa suposición de que la evolución de adaptación ocurre independientemente del entorno en que ocurra esta adaptación. De hecho, cada paso evolutivo de un componente de la biosfera tiene la capacidad de cambiar el entorno. A veces, como por ejemplo con la primera aparición de oxígeno atmosférico, el cambio es realmente drástico. Cuando la formación de una nueva especie cambia, la adaptación se impone en muchas otras, y por lo tanto, el cambio continúa.
Tal proceso es familiar para los matemáticos que utilizan métodos numéricos. Es el de la reiteración, en el que una secuencia de conjeturas converge en la verdad inalcanzable. La mayoría de las veces, tales procesos llevan a la minimización del cambio y a una estabilidad nueva.
Estas, por lo tanto, son algunas de las pruebas y críticas de Gaia. Aunque las presentase todas, sólo corroboraría su existencia y no la demostraría. De todos modos, en la ciencia, normalmente es menos útil santificar una hipótesis que utilizarla como una especie de espejo para ver el mundo de un modo distinto. Entonces, supongamos por un momento que existe Gaia, y veamos cuáles son las consecuencias de su presencia sobre nuestros intereses actuales.
Lo primero que se nos ocurre es el efecto del incremento en la cantidad de individuos de la especie humana, junto al de sus subordinados en forma de cultivos y ganado. Juntos consumimos una porción creciente de los recursos materiales totales de la Tierra. ¿Cuáles son las consecuencias de esto con o sin Gaia?
Los ecologistas que creen que la composición y el clima de la Tierra son independientes de la biosfera, consideran que la vida es frágil y que corre peligro de destrucción. No estoy en desacuerdo; si la vida y su entorno evolucionasen independientemente, la vida sería frágil, ya que estaría a merced de cualquier cambio adverso.
La palabra «frágil» tiene un sonido extrañamente familiar. Se utilizaba ampliamente en los tiempos victorianos para describir a las mujeres, posiblemente para justificar la dominación masculina. Cada vez que un ecologista me dice que la vida de la Tierra es frágil, y que puede caerse a pedazos si, por ejemplo, la capa de ozono se agota ligeramente, pienso en mi abuela victoriana. Si aceptamos Gaia, al menos como razonamiento, esta fragilidad es una tontería.
Gaia, al igual que las mujeres victorianas, es realmente muy fuerte. Al igual que ellas, tiene que serlo para poder aguantar los insultos.
Lo fuerte que es la vida o Gaia se demuestra con su supervivencia a pesar del impacto de, como mínimo, los treinta golpes mortales que ha recibido. Cada 100 millones de años, más o menos, un pequeño planeta de unas dos veces el tamaño del monte Everest y que se mueve a sesenta veces la velocidad del sonido, nos golpea. La energía cinética de su movimiento es tan enorme que, si se dispersara de manera uniforme por toda la Tierra, sería equivalente a la detonación de treinta bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima por cada mi ha cuadrada. Afortunadamente, sus efectos están, hasta cierto punto, localizados.
Un impacto como éste hace 65 millones de años causó la extinción de más del 60 % de todas las especies presentes en aquel entonces. Fue uno de los, como mínimo, treinta impactos parecidos que recibió desde el inicio de la vida, y algunos fueron veinte veces más duros.
Gaia no puede ser frágil si puede aguantar estos golpes y, realmente, la oleada de especies que seguía en pie después de tales acontecimientos indica su capacidad para recuperarse. Es incluso posible que nosotros, como especie, seamos el resultado del estímulo de uno de estos impactos recientes.
Parece muy improbable que cualquier cosa que hagamos amenace a Gaia. Pero si conseguimos alterar de modo significativo el medio ambiente, como puede ocurrir con la concentración atmosférica de bióxido de carbono, puede que suceda una nueva adaptación. No será ventajosa para nosotros.
Cuando hablamos de la vida o de la biosfera, tenemos tendencia a olvidar que los procariotes, simples bacterias, ordenaban la biosfera con éxito y representaron la vida en la Tierra durante casi 2 eones (2.000 millones de años). Todavía hoy son los responsables de gran parte del funcionamiento del sistema actual.
Lynn Margulis comentó una vez que la función verdadera de los mamíferos, humanos incluidos, podría ser la de servir como hábitat ideal para los varios kilos de bacterias que se llevan en las tripas. Allí se mantienen calientes y bien alimentadas, en lo que les debe de parecer su propio paraíso privado.
Estos pensamientos sobre Gaia también nos recuerdan que hay algo más en la vida que seres humanos, animalitos cariñosos árboles y flores silvestres. Los que estén debidamente preocupados por éstos, también deben preocuparse por las infraestructuras menos atractivas.
Una crítica frecuente de la hipótesis de Gaia es que nos deja satisfechos con la creencia de que la realimentación gaiana siempre protegerá el entorno contra cualquier daño que pueda hacerle la humanidad. A veces se expresa de modo más crudo, diciendo que las ideas gaianas dan la luz verde a la industria para contaminar a voluntad.
Las hipótesis científicas se utilizan demasiado a menudo como metáforas en discusiones sobre el estado humano. Esta incorrecta utilización de Gaia es tan impropia como lo era el empleo de la teoría de Darwin para justificar la moralidad del capitalismo liberal.
Gaia es una hipótesis dentro de la ciencia y, por lo tanto, es éticamente neutral. Siempre hemos intenta do cumplir con las reglas de la ciencia. Si la hipótesis se utiliza fuera de este contexto, volveré a decir que es solamente un espejo para ver las cosas de otra manera distinta. Con un espejo es muy fácil reflejarse accidentalmente uno mismo.
Al ecologista que le gusta creer que la vida es frágil y delicada y que está en peligro por la brutalidad humana, no le gusta lo que ve cuando observa el mundo a través de Gaia. La damisela en peligro a la que esperaba salvar resulta ser una madre metida en carnes y robusta, devoradora de hombres.
El mismo ecologista utilizará la Segunda Ley de la Termodinámica como espejo y verá en ella una justificación para la apócrifa Ley de Murphy, «si algo puede ir mal, lo hará». Así ve nuestro universo como el escenario de una tragedia, con nosotros como jugadores de un juego mortífero en el que no podemos empatar, y mucho menos ganar.
Yo veo a través de Gaia una imagen muy distinta. Estamos destinados a ser comida, porque es la costumbre de Gaia comerse a sus hijos. La decadencia y la muerte son seguras, pero parecen un precio pequeño a pagar por la vida y por la posesión de una identidad como individuos.
Se olvida demasiado fácilmente que el precio de la identidad es la mortalidad.
La familia vive más tiempo que uno de nosotros, la tribu más tiempo que la familia, la especie más tiempo que la tribu; y la vida misma puede vivir mientras pueda mantener este planeta adecuado para ella.
Tal vez el acontecimiento más extraño que se haya derivado de nuestra búsqueda de Gaia sea la comprensión de que, por muy robusta que sea, las condiciones de nuestra Tierra se están acercando al punto en que la vida misma puede que no esté lejos de su fin.
El aumento incontenible del calor del sol pronto se encontrará más allá de la capacidad de regulación o adaptación. En términos humanos, la Tierra todavía sería habitable para siempre. Pero en términos gaianos, si la duración de la vida fuese de un año, ahora estaríamos en la última semana de diciembre.
Antes de que nuestra Tierra se convierta en un problema de geriatría planetaria, con artefactos frágiles en el espacio como sombrillas para mantenerla viva durante algunos milenios más, espero que se solucionen los problemas morales paralelos inherentes a la geriatría humana.
Sólo es pesimista ver nuestra Tierra, al igual que el universo mismo, agotándose en una muerte por calor si uno es de aquellos que quieren estar en misa y repicando. No se puede utilizar una linterna para ver en la oscuridad y también esperar que las pilas duren para siempre.
Fue el agotamiento del universo lo que hizo posible la Tierra, y el Sol, y es el agotamiento del Sol lo que ha hecho posible la vida y a nosotros mismos.
Eso tiene que terminar algún día.
Por: James Lovelock
Fuente: www.accionchilena.cl
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