Nuestra nueva religión de Estado
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- El 6 mayo, 2008
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El hombre siempre tuvo miedo a los sobresaltos de la naturaleza. Ha intentado amaestrarlos integrándolos a los mitos o también convirtiéndolos en divinidades: el Sol y la Luna; Isis y Osiris; Júpiter y Neptuno. Pero para comunicarse con estas caprichosas divinidades era necesario tener especialistas e intermediarios. Así nació la casta de los sacerdotes, los ayatolas, los gurúes y los meteorólogos.
En Europa, nuestra generación se caracteriza por una marcada pérdida del sentido religioso, del respeto por los dioses y los santos. Pero también se ha creado un vacío psicológico que fue necesario compensar mediante una nueva creencia que es el “cambio climático”. Júpiter fue reemplazado por el dióxido de carbono, las ninfas por los pandas, los sumos sacerdotes por los científicos y sus patrocinantes.
Pero los científicos son seres humanos como el hombre de la calle, y tienen la tendencia a sentir “desde dónde sopla el viento”, como los gallos de las veletas. Hace 600 años los científicos estaban convencidos de que el Sol giraba alrededor de la Tierra; hace 400 años nadie ponía en duda la existencias de los brujos; hace 200 años nuestros ancestros estaban convencidos de la superioridad de la raza blanca y hace apenas 30 años los climatólogos nos profetizaban una nueva edad de hielo.
Frente a estos polichinelas y globos inflados con dióxido de carbono debemos caer de rodillas y comprar en sus concesionarios el biodiesel y las celdas fotovoltaicas. “Los hombres han perdido su fe en dios, no creen más en algo, sino que creen en no importa qué”, decía Chesterton, buen católico.
Los pecados capitales de antaño han sido reemplazados por nuevos: el pecado de la impureza por el de la energía nuclear. Los pecados veniales como la concupiscencia por las emisiones de dióxido de carbono. “No robarás el bien de tu vecino”, ha sido reemplazado por “No volarás en avión.” Los Mandamientos de la Iglesia han sido reemplazados por otros: el pescado de los viernes por las zanahorias orgánicas; la abstinencia por las pistas para ciclistas. Una naturaleza virgen para las generaciones futuras ha tomado el lugar del paraíso cató-lico o comunista.
No se va más a confesar, sino que se va en auto al centro de reciclado. Las municipalidades miembros del pacto para el cambio climático han reemplazado a las comunidades parroquiales. Hoy será mal visto quemar a los herejes en la pira, o envenenarlos como se hizo con el impertinente Sócrates, pero se les puede prohibir, impunemente- de expresar una opinión divergente del consenso. Todas las religiones fundamentalistas tienen este defecto y la Jihad contra los emisores de gases invernadero se parece notablemente a aquella contra los versos satánicos. Como con los comunistas, se debe hacer momentáneamente un tachón sobre la libertad personal, porque un futuro feliz para nuestros hijos así lo exige. Los Papas del Siglo 19 no eran ciertamente partidarios de la libertad de prensa.
Huir del mundo y hacer voto de pobreza es un rasgo común a todas las religiones; la creencia en el cambio cli-mático le añade el rechazo al progreso técnico y propone el retorno al modo de vida de nuestros antepasados o de los pueblos primitivos. Da lo mismo si ello crea crisis alimentarias! Nuestra Madre Tierra, la nueva diosa Gaia, sufre de un exceso de humanos. El Jardín del Edén no se encuentra más bajo las palmeras de las riberas del Eufrates sino en el la foresta virgen del Amazonas.
Se puede uno alimentar de bananas sin productos transgénicos, pero sujetos a la sub alimentación y a la malaria la esperanza de vida no es mayor a los 40 años. La prohibición insensata del DDT para la lucha contra los mosquitos condujo a un genocidio de 50 millones de seres de piel oscura en 30 años. Felizmente la OMS se ha dado cuenta de este error científico y ha recomendado ahora al DDT para la fumigación de las viviendas.
Como en las sectas ecologistas, se encuentran igualmente en otras sectas aberraciones que matan, como la negativa a las transfusiones de sangre y a las vacunas.
En la Edad media los predicadores flagelantes atravesaban la campiña, actualmente son los misionarios del clima. Pero los monjes en los tiempos antiguos se desplazaban a pie de pueblo en pueblo; hoy los climatólogos lo hacen en jet, de continente en continente, de Río a Bali, de Nairobi a Kioto. En los conventos, los hijos e hijas de los nobles vivían en el edificio principal, los seminaristas en los extramuros. Los funcionarios nacionales e internacionales viajan en Primera Clase de conferencia en conferencia, mientras que los voluntarios de los ONGs les siguen en Clase Económica –pero en avión. El Ministro del Ambiente se ha transformado en el Ministro de Cultos y emplea su carroza de servicio para ir a tomar el tren local de estación en estación. Los laicos y los plebeyos también tienen sus chofer, en los buses.
La angustia fue siempre el instrumento elegido para reclutar a los fieles: miedo al Apocalipsis, miedo al infier-no, miedo a la peste porcina, miedo a las vacas locas, miedo al agujero de ozono, miedo a la gripe aviar… Un verano demasiado cálido, un tornado, una sequía, una inundación, todo es una señal del desastre que vendrá, es una prueba de nuestra culpabilidad. Pero se puede conseguir la absolución la nuestras faltas comprando bonos y acciones verdes, construyendo una turbina de viento, reciclando la basura.
Los certificados de Kioto reemplazan a las viejas indulgencias plenarias, pero son nada más que engaños de los especuladores bursátiles. El contribuyente paga la factura. El mismo Papa se ha dado cuenta de la competen-cia y en su mensaje de Navidad nos ha dicho que la histeria climática descansa más en la superstición que en la ciencia.
Podemos regocijarnos de que en nuestras regiones la fe cristiana está repleta de medallas, de incienso, y de reliquias. La Iglesia ha perdido su poder sobre el Estado, el Señor Cura se ha vuelto un ciudadano como los demás. Eso aflige a muchos. No a nosotros que creemos que ello corresponde sobre todo al mensaje del Evangelio.
Por: Pierre Lutgen
Hostert, Luxemburgo
Jean Heinen
Howald, Luxemburgo
Fuente: Mitos y Fraudes
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