Los buenos tiempos de antaño
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- El 29 noviembre, 2013
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Eduardo Ferreyra
Presidente de FAEC
La romántica filosofía ecologista en boga nos quiere hacer creer que las prácticas y costumbres de antaño eran mejores, más amigables para el ambiente, y que la felicidad que se ha perdido fue robada por la tecnología moderna y el crecimiento de la población. Veamos que hay de cierto en ello.
Los recuerdos que mi padre nos fue entregando a lo largo de su vida, aún están frescos en mi memoria y puedo pasárselos a mis hijos –o a quien quiera escucharlos– para que puedan comparar lo que han perdido de la “vieja forma de vida” y lo que han ganado con la nueva. Si es que hubo una pérdida o una ganancia. El mundo en el que crecieron nuestros padres y abuelos no era muy fragante, para empezar. El olor que predominaba era el del guano de caballo, tanto en el campo como en las ciudades, donde los carruajes tirados por caballos eran algo común.
El otro olor dominante era el sudor y el de los cuerpos sin bañar. La ducha diaria era casi desconocida, y el baño de los sábados a la noche era la costumbre en todo el mundo. Los desodorantes y antiranspi-rantes no existían y la capa de ozono tenía un espesor normal –el mismo que tiene actualmente.
El interior de las casas tenía un ambiente mohoso y húmedo, impregnado del agridulce olor de las lám-paras de kerosén y de las estufas a leña. Era la época de los sulkys y los carros, de la leche en bote-llas de vidrio y tapitas de cartón, del panadero que pasaba todos los días repartiendo el pan en su jardinera y se encontraba muchas veces con el carro del verdulero o del carbonero, que hacían su reparto. No piense que esto sucedía a fines del siglo 19: yo recuerdo que hacia 1948 esto que les cuento lo veía todos los días.
Pocas ciudades tenían pavimento y, en caso de tenerlo, eran adoquines de granito o de madera de quebracho o quina. Según el tiempo, era polvoriento o barroso y la norma era preparar un viaje a otra ciudad como ahora nos prepararíamos para ir al Camel Trophy.
Hasta 1911, los automóviles eran pocos, hechos a mano, y lo bastante caros como para que sólo fuese un lujo de los ricos y la nobleza europea. No existía el “rent-a-car” o el alquiler de videos. El entreteni-miento entonces era el teatro, el cine mudo, el parque de diversiones o las kermeses. Los niños juga-ban con soldaditos de plomo y los mordían para darles otra forma (y no sufrían debilidad mental), o el Meccano, la pelota de trapo, el trompo o las figuritas; las niñas con sus muñecas de cabeza de porce-lana (hoy objetos de colección) que todavía no habían aprendido a hablar ni tenían un novio buen mozo como el de Barbie. Jugábamos a “las visitas” o al “doctor”, a veces a las escondidas, al rango y mida, al pavo oscuro, indios y “conbois” . . .
Épocas que hoy miramos con nostalgia, pero sólo porque éramos niños y todo lo que hoy recordamos nos parece hermoso. La bruma del tiempo hizo borrosos todos los malos momentos: como cuando debíamos ir al dentista, por ejemplo, o cuando nos operaron de amígdalas (a mí me operaron a los tres años y ha quedado grabado como una de las peores torturas que he sufrido en mi vida!). También recuerdo que a los dos años de edad (1940) me salvaron de morir de difteria porque se consiguió traer de los EEUU un frasco de sulfamida. Un tío consiguió curarse la tuberculosis en 1948 porque justo se había descubierto la estreptomicina. Otra tía murió en 1943 porque aún no existían antibióticos dispo-nibles.
Mi padre nació en 1891, cuando la electricidad recién había llegado a Córdoba; un viaje a Buenos Aires llevaba varios días para completarse, a menos de que se viajase en tren –que hacía pocos años que se usaban como gran novedad … Un viaje a Europa era casi un viaje a otra galaxia y a otro tiempo. Los viajes eran en barcos a vapor. En las ciudades la gente caminaba, y los primeros transportes públicos eran vagones tirados por caballos, y mucho más tarde vinieron los tranvías eléctricos; los primeros autos pisaban a los perros (y niños) todos los días.
La gente no se aventuraba muy lejos de sus casas. Los fines de semana (largos o cortos) no se pla-neaban a más de 15 kilómetros de distancia. Carlos Paz era una región lejana. Mar del Plata quedaba en el planeta Marte. Ushuaia estaba reservada para los criminales. Bariloche era una nota en las memorias del Perito Moreno. El turismo, tal como lo entendemos ahora, no existía.
La electrificación de las ciudades es algo que se completó recién a mediados del siglo 20. La electrici-dad en el hogar significaba bombillas de luz de 15 o 25 watts, colgando de un cable en el centro de las habitaciones. No importaba dónde estuviese uno parado, siempre se proyectaba sombra sobre lo que se estaba haciendo. Los apliques de pared eran un lujo de los ricos, lo mismo que las lámparas de mesa. Y pasó mucho tiempo hasta que la electricidad se extendió a los artefactos del hogar.
Hasta muy entrado el siglo 20 no habían heladeras o “freezers”; las comidas se mantenían en jaulas fiambreras o heladeras a hielo. Era un trabajo de los niños de la casa vaciar la bandeja de lata que recogía el agua del hielo derretido. Y cuidado con volcar una gota sobre el piso!
No había termostatos para la calefacción en los hogares, porque no había calefacción central… ni aire acondicionado. Poco a poco, las salamandras reemplazaron a las estufas de leña y uno aprendía desde muy joven a dejar preparado el fuego durante la noche; cómo remover las brasas y sacudir las cenizas, y cómo dejar siempre una abertura para no morir asfixiados por el monóxido de carbono. Eran días hermosos y románticos.
En nuestra niñez, no habían tostadoras de pan ni aspiradoras de polvo o lustradoras. Las alfombras se sacudían a puro músculo y algunos millonarios habían podido comprar esas aspiradoras Electrolux en Europa. Sólo los muy ricos tenían lavadoras de ropa; el resto la lavaba en tinas de agua caliente con jabón de potasa, sin la ayuda de enzimas ni detergentes inteligentes. La única ayuda era una tabla de lavar… La mayoría de las planchas eran a carbón y las tintorerías eran cosas del futuro y de los japo-neses que vendrían después de la Segunda Guerra Mundial.
La cocina era un santuario donde todo se hacía a mano y con mucho trabajo. No se conocían licuado-ras ni batidoras, microondas o lavavajillas. Los ricos tenían cocinas eléctricas, la incipiente clase media tenía cocinas y estufas a kerosén; los pobres cocinaban a leña o guano de vaca.
El trabajo del hogar era aburrido y monótono; no había ni radio ni mucho menos televisión, las videoca-seteras recién llegaron a fines de los años 70. La música se tocaba en Victrolas que había que darles cuerda, y si un disco de pasta se caía al suelo, era historia! Aunque había teléfonos, hablar a otro país era una hazaña, y una hazaña cara. Olvídese de los satélites y los celulares. No había computadoras, ni procesadores de palabras, ni radios a transistores. ¿CD, DVD, Blue tooth, I-Pod, chip personal, MP3…? ¿Qué es eso?
Las calculadoras de oficina eran accionadas a manivela y para escribir a máquina era necesario dedos de acero y kilos de goma de borrar. Era una época hermosa, donde no existían plásticos (sólo la bake-lita), ni estructuras de concreto pretensado, ni fibras plásticas. ¿Nylon, polietileno, polipropileno, PVC? ¡Que lindo hubiese sido! Se sobrevivía, sin embargo…
La primera fibra sintética fue el “Rayon”, inventado en 1927. Las telas eran de origen natural: lino, algodón, lana, seda. Tratemos de imaginarnos lo que sería intentar hoy vestir a todo el mundo con esas fibras. En consecuencia, la gente tenía poca ropa, es decir, se cambiaba de ropa con poca frecuencia. El gran adelanto vino con las famosas camisas “wash & wear” o “lavilisto” como le decíamos aquí, recién a comienzos de los años 60.
Lo que realmente importa
Uno podría seguir describiendo así, por días enteros, las cosas que no teníamos antes y que nuestros padres ni siquiera soñaron tener. No hablemos de las herramientas modernas con las que cualquiera puede hoy fabricar un avión en su garaje. Herramientas que no las tenían ni las fábricas Krupp cuando rearmaron al ejército alemán en los años 30, y que cualquier hojalatero puede comprar a crédito para instalar su tallercito con máquinas de control numérico, pantógrafos computarizados, soldadoras de argón, arco eléctrico, plotters, y materiales que la moderna metalurgia permite acceder a un costo increíblemnete bajo.
Déjenme hablarles de lo que realmente importa en nuestras vidas y es eso mismo: la vida y la manera digna en que la ciencia y la tecnología nos permite vivir actualmente. Hasta el más pobre de los habi-tantes de la Tierra tiene la posibilidad de acceder a la oportunidad de desarrollar una actividad produc-tiva lícita que le permita mantener a una familia con decoro… siempre que no exista un sistema político opresivo que se lo impida, al crear condiciones de esclavitud como lo hace el sistema neocolonial o el comunista.
Se trata de los avances que la ciencia –y las tecnologías derivadas de ella– han provocado en materia de producción de alimentos y medicina. Cuando muchos de nosotros éramos jóvenes, los alimentos frescos sólo se podían comer en la estación en que se producían. Algunas frutas y legumbres podían ser enlatadas y preservadas, pero el proceso de conservación y enlatado de alimentos no era bien comprendido y resultaba inseguro, lleno de casos de botulismo, salmonellosis, cólera y otras intoxi-caciones comunes.
Recién cuando se introdujeron los vagones y contenedores refrigerados (con freón) se pudo distribuir ampliamente los alimentos frescos, ya fueran carnes, frutas o verduras –y durante todo el año. La refrigeración expandió enormemente el mercado para todos los productos que pudieran conservarse, y ello hizo que se pudiese producir más alimentos porque no se iban a podrir durante el transporte o el almacenamiento.
Este gran crecimiento del mercado permitió que la demanda de alimentos fuese mayor y, por consi-guiente, se desarrollaron nuevas tecnologías que permitiesen aumentar no sólo la producción, sino también el rendimiento de cualquier instalación productiva. Rápidamente, la producción de alimentos creció, mientras que el área sembrada fue disminuyendo –cosa que el reverendo Malthus jamás pudo imaginar al enunciar su nefasta teoría de “la Creciente Disminución de los Rendimientos“, allá por 1795 – hasta tener hoy una reducción, en los Estados Unidos, de unas 200 millones de hectáreas en sembra-dos y una cuadruplicación de la producción de alimentos.
En los “años dorados de antaño”, un hongo se transformó en plaga infestando los cultivos de papa de Irlanda en la década de 1840. Como la papa era la base de la alimentación, la tercera parte de la po-blación de Irlanda murió de hambre, otra tercera parte emigró a los Estados Unidos y el resto aumentó su ancestral odio por Inglaterra y lo mantuvo hasta nuestros días. ¿Qué hubiese sucedido en Irlanda si en esa época se hubiese dispuesto de un fungicida como el Captan? Quizás no existiría el IRA, y no habrían tantos policías irlandeses en Nueva York.
La papa es un buen ejemplo de cómo las nuevas tecnologías introdujeron cambios espectaculares en la agricultura y las posibilidades de alimentar más gente con menor superficie cultivada. Es, además, una excelente lección para quienes creen que “lo natural es mejor” y que lo único que se necesita es la rotación de cultivos y la fertilización con abonos naturales. En la década del 20, con buenas tierras y abonos animales, un rinde excepcional era de 75 bolsas de 100 libras de papa por acre. Aún en los años 40, los mejores métodos producían apenas 82 bolsas por acre.
Entonces vino el advenimiento de la Nueva Agricultura, tan odiada por los ecologistas, con fertilizantes químicos y pesticidas, y el rendimiento se fue a las nubes: en 1950 se obtenían 165 bolsas por acre, en 1960 se lograban 208, en 1970 ya eran 247, y en los años 80 se llegó a las 275 bolsas de 100 libras por cada acre sembrado. Un incremento de casi el 300% en la producción!
En los años 30, la erosión de los suelos creó un serio problema en los Estados Unidos. El famoso “dust bowl” (o “tazón de polvo”) del medio oeste norteamericano provocó la ruina de miles de granjeros y desencadenó la famosa crisis de los años 30, contribuyendo a la depresión económica que se extendió a todo el mundo. Las técnicas de arado en curvas de nivel, las barreras de viento y un mejor manejo de la tierra ayudaron en el problema, pero la innovación más importante fue la introducción de los herbicidas para control de las malezas que hizo innecesario la remoción inútil de la tierra.
Los pesticidas redujeron los costos agrícolas un 33% al controlar malezas, insectos, mohos y podre-dumbre en cosechas, frutas y verduras. Por otra parte, contribuyeron a la salud de la población al mantener los alimentos libres de ratas, lauchas, cucarachas y gorgojos. A través del uso de preser-vantes para la madera de cercas, casas, porches, graneros, etc., se ha ahorrado una cantidad de madera equivalente a un bosque del tamaño dos veces más grande que el estado de Nueva Inglaterra, en EEUU. Sin embargo, los ecologistas quieren prohibir todo esto y volver a los “dorados tiempos de antaño”. ¿Quiere usted lo mismo?
La agricultura moderna hizo posible producir más alimentos, aves de corral, productos lácteos y fibras en menos superficie de tierra. Esto significa que se puede devolver más espacio para bosques y usos recreativos como parques nacionales. De las 3,6 millones de millas cuadradas de los Estados Unidos, el 32% son bosques o zonas forestadas. A causa de esto, el crecimiento anual de madera es hoy 3,5 veces mayor que en los años 20. El área forestada ha crecido un 18% entre 1952 y 1977. Al paso que vamos, pronto no habrá lugar para ciudades ni seres humanos: sólo habrá árboles y mariposas!
El principal peligro para el futuro de los bosques en los Estados Unidos es actualmente la política de manejos de áreas boscosas impulsada por los ecologistas, porque en los Parques Nacionales y áreas silvestres no se permite el manejo controlado de plagas ni otro tipo de mejoras. Esto provoca los enormes incendios que han asolado los últimos años a los bosques del país del norte y la proliferación de plagas que diezman a los árboles. La teoría ecologista es que “la naturaleza sabe más“. La expe-riencia nos demuestra que no.
Como acertadamente sostiene el Dr. Norman Borlaug, premio Nobel 1970, “Sin la disponibilidad y uso adecuado de fertilizantes, herbicidas, insecticidas y fungicidas, no se podrían satisfacer las demandas mundiales de alimentos“. Esto ha mejorado de manera notable la nutrición, la dieta y el estado de salud de la mayor parte de la población del mundo, pero aunque de por sí esto resulta asombroso, no tiene parangón con la mejoría que se produjo en la medicina y en el estado sanitario de la población mundial.
El Miedo a los cancerígenos
A lo largo de nuestras vidas estamos expuestos a todo tipo de substancias de origen natural que se encuentran en el aire, el agua y los alimentos que ingerimos. La mayoría, por no decir todas, son can-cerígenas en mayor o menor medida.
Los ecologistas nos aterran con cuentos de los cancerígenos que nos amenazan cuando comemos alimentos tratados con pesticidas, sin decirnos que las plantas producen pesticidas, de manera natural, para defenderse de las plagas. Estos pesticidas son 10.000 veces más numerosos y unas 1.000 veces más potentes como cancerígenos que los residuos de pesticidas sintéticos que se encuentran en los alimentos. Es una falacia impúdica el que los productos químicos sintéticos sean más tóxicos o veneno-sos que los “naturales”. La verdad es que no existe absolutamente ninguna diferencia entre los produc-tos químicos naturales y los sintéticos.
Pero los ignorantes oponentes a los esfuerzos del hombre para mejorar las condiciones de vida sobre el planeta le hizo creer a la gente que cantidades extremadamente pequeñas de sustancias químicas industriales pueden resultar tóxicas o cancerígenas, y que todo lo sintético puede causar cáncer. Esto es mentira. No es la substancia lo peligroso sino la dosis. Como ya sostuvo Paracelso, el padre de la toxicología, “Todo es veneno, y nada es veneno: sólo la dosis es el veneno“. El oxígeno, vital para la vida, en exceso resulta mortal!
El arsénico, el cadmio y el cromo, por ejemplo, no sólo son venenosos de por sí, sino que están en la lista de substancias cancerígenas. Pero estas y otras substancias muy cancerígenas están presentes en nuestros organismos en cantidades diversas, y una deficiencia de ellas provoca normalmente distintas enfermedades y alteraciones en el comportamiento del organismo. ¿Cuánto arsénico tenemos normalmente en nuestro organismo? Cien mil moléculas en cada una de las células del cuerpo. ¿Cuánto cadmio? 2 millones de moléculas por célula. ¿Cuánto cromo? 700 mil moléculas por célula. Multiplique estas cifras por los billones de células que conforman un organismo y tendrá una idea aproximada.
Por su parte, los ecologistas tienen un “caballo de batalla”, una bandera con la que arremeten contra cualquier substancia: es la absurda teoría que sostiene que “una sola molécula puede provocar cáncer” porque puede alterar a la molécula del ADN y causar así cáncer o mutaciones o deformidades genéticas. Hasta el día de hoy, simplemente, no han podido dar la explicación científica de por qué una sola molécula extra de cromo –por ejemplo– entre los varios billones que ya tenemos en el cuerpo, provocará ese cáncer. Para decirlo con las palabras correctas, la teoría es una idiotez.
Pero las teorías idiotas parecen tener un atractivo irresistible para las multitudes que le encantan las historias de horror y sentirse siempre en peligro. Si no fuese así, por qué tanta gente creyó en Hitler? O ¿por qué tanta gente adora subirse y aterrorizarse en las Montañas Rusas? El ser humano tiene a veces comportamientos extraños, pero cuando decide ser idiota, ya no hay manera alguna en que se le pueda proteger contra su propia estupidez.
Los ecologistas sostienen que mediante sus prohibiciones protegen a la gente de las sustancias cancerígenas y evitan que la población enferme. Para evitar el contacto con sustancias cancerígenas se debería prohibir toda la comida que ingerimos, todos los líquidos que bebemos, incluida el agua mineral Perrier, y encerrarnos todos desnudos en una cápsula hermética que pueda impedir la acción de los rayos cósmicos. Suena muy, pero muy estúpido, no es cierto? Las teorías ecologistas le deberían sonar así de estúpidas a la gente, sólo si pudiesen conocer la verdad de los hechos.
Diferencias en Salud
En los “años dorados del pasado”, los mismos que añoran los ecologistas -que no les tocó vivir en ellos- las infecciones y enfermedades de la niñez eran un flagelo al que la gente ya se había resignado. Era un hecho aceptado que en todas las familias hubiesen dos o tres niños que no alcanzasen la pubertad o la adolescencia. Hoy, la muerte de un niño es una tragedia inaceptable –ayer era un hecho aceptado y tomado en cuenta al planificar la familia. Las epidemias eran cosas comunes y todos hemos conocido y pasado por casos de sarampión, tos convulsa, rubeola, escarlatina, difteria, neumonía y otras que ya ni se registran en la literatura médica.
La poliomielitis, que dejaba inválidos a diestra y siniestra o confinados de por vida en pulmotores, es cosa del pasado; y la viruela desapareció del mundo –con la consiguiente consternación de los ecolo-gistas que vieron desaparecer una especie más de la faz del planeta. También desapareció la “fiebre cerebral”, una infección por meningococos, para la que no existían antibióticos. Muchos niños sufrían de reumatismo infantil que les dejaba los corazones debilitados de por vida.
Si uno sobrevivía a la niñez, aún le esperaban enfermedades como la tuberculosis, o el hipotiroidismo, por deficiencia de yodo en la dieta. La ciencia remedió esto con el simple agregado de yodo en la sal de mesa. Todas la mejoras que se hicieron para la salud se consiguieron a través de la correcta implemen-tación de la tecnología –de todas y cada una de las tecnologías que haya desarrollado el hombre a lo largo de la historia.
Algunas fueron usadas de manera errónea, y produjeron equivocaciones como las bombas atómicas, las armas de destrucción masiva y el narcotráfico. Sin embargo, el hombre ha remediado todos y cada uno de esos errores, aplicando esas tecnologías al mejoramiento de las condiciones de vida de todos los habitantes del planeta.
Para compensar por las bombas atómicas se aplicó la tecnología nuclear a la producción de energía eléctrica con reactores atómicos –la manera más segura y ecológica de producir electricidad; o el desarrollo de la medicina nuclear con sus diagnósticos y tratamientos que permiten salvar y extender el período de vida de millones de personas.
Los avances en la tecnología que se producen por el desarrollo de cada nueva arma –como las que se usaron para devastar a Irak– se aplican en seguida al uso de la industria y el comercio, y en pocos años esos avances tecnológicos los tenemos en nuestras cocinas, en nuestros automóviles, en nues-tras computadoras y en todas las nuevas técnicas quirúrgicas, agrícolas o mecánicas.
El mejoramiento que se produjo en nuestras formas de vida es el resultado de una mejor comprensión de la fisiología, bioquímica, nutrición y los fármacos que hoy usamos. La creencia en que los “buenos días de antaño” eran simples, benignos y amables, está errada! La realidad es que esos días eran sucios, hediondos y llenos de penurias y enfermedades.
Cuando comenzó el siglo 20, la vida humana dependía casi totalmente de los designios de una natura-leza poco benévola y la disponibilidad de algunos recursos y medicinas naturales. Esto ya no es cierto para nuestros días actuales. En los últimos 50 años hemos visto una mejora y un progreso en la forma de vivir de toda la humanidad, como no se había visto en toda la historia desde sus comienzos! Tene-mos el privilegio de haber vivido durante las más extraordinarias cinco décadas de la historia de la humanidad.
No debe resultarnos sorprendente que algunas personas no puedan ajustarse a esto ni puedan enten-der los cambios que se han producido. Nuestra misión, en adelante, es asegurarnos de que no haya nadie que nos impida que, mediante el uso adecuado e inteligente de la ciencia, seamos celosos y concientes guardianes de nuestro hogar, la Tierra.
Lo Viejo y lo Nuevo
A la gente no le gustan los cambios. El único tipo de cambio que acepta y desea de buena gana es el dejar de ser pobre y pasar a ser rico, o abandonar la celda de una prisión para asolearse en una playa del Caribe. En otras palabras, la gente acepta y desea los cambios que mejoran su situación, o les permite avizorar una mejoría a corto o mediano plazo. La gente se preocupa y asusta por lo desco-nocido.
Entonces, ¿por qué asustarse porque la Tierra será dos grados más caliente dentro de 100 años, o la capa de ozono habrá disminuido un 10%? Una viejecita que escuchaba una conferencia en el Planetario escuchó al astrónomo hablar sobre los días finales del Sol y el sistema planetario. Se levantó y pregun-tó, muy preocupada: “¿Dentro de cuántos años dijo usted? – “Cinco millones de años, señora”, respondió el científico. “¿Ah, menos mal! Creía que había dicho cinco mil…”, suspiró aliviada la anciana.
A la mayoría de la gente le asusta la oscuridad, miedo atávico que venimos arrastrando hace millones de años, porque no podemos ver en la oscuridad y no sabemos los peligros que se ocultan en ella. Tenemos un instintivo miedo a lo desconocido, y nada más lógico y natural que ello, porque lo desco-nocido puede ser peligroso. Puede comernos, o puede hacernos daño.
La gente le teme instintivamente a las nuevas tecnologías porque sabe que las tecnologías cambian el medio en el que vivimos y que, si no es demasiado incómodo o molesto, ¿para qué cambiarlo? Mejor dejémoslo como está. Este es el argumento que forma los cimientos de todos las sociedades fundamentalistas o retrógradas, que lo han convertido en filosofía de vida o religión. Es la base de las sociedades menonitas y cuáqueras, del hinduísmo, y la mayoría de las religiones orientales y musulma-nas.
También es la base del Principio de Precaución de la religión ecologista de Gaia, el culto a la Madre Tierra, que instando a ser precavidos, por miedo a un todavía desconocido peligro, obliga a las socie-dades a abandonar el desarrollo y el progreso. Se trata de gente que desde que nacen han sufrido una educación –verdadero lavado de cerebro- que les mantiene en un atraso y una opresión que los occi-dentales consideramos lamentable.
Pero la gente le teme a los efectos que las nuevas tecnologías puedan tener sobre su modo de vida sin entrar a considerar los beneficios que se derivarán de esas nuevas tecnologías y la primera reacción –diríamos instintiva- es la de oponerse por “el miedo a la oscuridad”. No es nada nuevo. La historia está llena de ejemplos. Déjenme extractar del Diario del Congreso de los Estados Unidos la siguiente declaración de un congresista alertando sobre un nuevo peligro para el pueblo norteamericano:
Nada de eso. El año era 1857 y el tema era el motor de combustión interna. Lo que demuestra la proverbial falta de visión de futuro de la mayoría de los políticos profesionales.
Vivimos en una sociedad tecnológica y científicamente avanzada, pero filosóficamente atrasada. La educación pública es hoy un instrumento que prepara al hombre para cumplir con objetivos geopolíticos dictados por los más elevados estratos del poder mundial. Se lo prepara para que acepte, sin discusión, un sistema de vida que Platón y Sócrates se hubiesen sentido asqueados al verlo –para no hacer men-ción a Jesucristo.
Sin embargo, nuestra sociedad no se basa solamente en filosofías voluntaristas, de pretendidas buenas intenciones. La civilización actual se basa en hechos y en el conocimiento. No se basa en la emoción pura, aunque muchos se muestran apasionados por algunas causas. Tampoco se basa en la compasión, la preocupación por el prójimo o la simpatía, por loables que esos sentimientos nos puedan parecer.
Menos aún, nuestra sociedad no se basa –ni podría hacerlo –en histeria o protestas. Se basa en hechos, fríos, concretos, verificables, demostrables y repetibles –desarrollados a través de miles de años de la intuición científica y el pragmatismo de la tecnología. No es, por supuesto, una sociedad perfecta –apenas es lo mejor que hemos podido conseguir. No permitamos que nos quiten lo que nuestros abuelos nos legaron con tanto esfuerzo y sacrificio. Y trabajemos para que ese legado sea acrecentado y puedan gozarlo nuestros descendientes.
Fuente: Mitos y Fraudes
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