La Argentina biotecnológica
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- El 5 agosto, 2008
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Antes de la Primera Guerra Mundial, la Argentina tuvo treinta y cinco años de crecimiento económico. Fueron buenas épocas, en las que se hacía lo que correspondía a aquellos tiempos y se crecía con el impulso extranjero, con la mano de obra, capital y mercados que demandaban nuestros productos. Entonces, nuestro país era el mayor exportador mundial de maíz.
Por supuesto, no se pensaba entonces en la rotación de cultivos ni existían los agroquímicos ni los fertilizantes. La productividad era de una tonelada por hectárea. El desarrollo llegaba entonces sólo hasta una distancia de alrededor de 800 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Sin duda, la Argentina progresaba y lo hacía porque realizaba una actividad económica acorde con la tecnología y la economía de la época.
La producción agrícola no es un proceso angelical, los cultivos no se desarrollan al cuidado de los dioses y las plantas no crecen lozanas y felices sin adversidades; en realidad, deben sobreponerse a la competencia de malezas, a las enfermedades producidas por bacterias, hongos y virus, al daño de plagas e insectos. Todas éstas, calamidades “naturales”.
Hasta hace pocos años, la inexistencia de herbicidas hacía imprescindible arar la tierra para poder sembrar y producir. Esta actividad fue primero muy rudimentaria, luego más tecnificada; pero las labranzas fueron deteriorando los suelos, los que poco a poco perdieron materia orgánica, estructura y capacidad de retención de agua, y hasta se fue perdiendo el propio suelo con sus nutrientes. Los agricultores, técnicos y científicos han vivido permanente preocupados por la superación de estos problemas.
Malthus prenunciaba guerras desatadas por el hambre, ya que la producción de alimentos sería insuficiente para atender el crecimiento poblacional. Sin embargo, el siglo XX concluyó con 6000 millones de personas y, aunque el hambre no fue erradicada, subsiste en una proporción inferior y con una población que ha incrementado enormemente su expectativa de vida. Este fenómeno fue posible porque la producción de alimentos creció más que la población, gracias a la incorporación de los progresos de la tecnología agropecuaria. Esto ocurrió en el mundo y en la Argentina (aquí, a veces a destiempo).
Iniciamos el siglo XXI con la Argentina produciendo 70 millones de toneladas, una reacción que sólo fue posible en los últimos años y tiene que ver con la llegada de la siembra directa, la generalización del uso de fertilizantes, la disponibilidad de agroquímicos y la biotecnología.
Hay que destacar que hablamos de una producción sana, ya que la desnutrición, el hambre y la mortalidad infantil no la provocan los alimentos: los problemas se presentan cuando las personas no se pueden alimentar bien, por no contar con el dinero suficiente. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mayores daños a los agroecosistemas los han propiciado las labranzas. En la década del 90 el problema era muy preocupante. El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) midió la pérdidas del suelo y publicó un libro cuyo título expresaba la preocupación: Alerta amarillo. Hoy ese proceso ha perdido interés gracias a la siembra directa.
Mejoramiento genético
Actualmente la Argentina es líder en el mundo en agricultura de conservación: la siembra directa en nuestro país supera el 50 por ciento, mientras que en los Estados Unidos sólo alcanza el 15 por ciento.
También hay que considerar que cuando se producen 10 toneladas de maíz en una hectárea, con el grano se van proteínas, y con las proteínas, nitrógeno, fósforo, azufre y otros elementos, que si no son adicionados al suelo, éste cada día produce menos, porque pierde nutrientes. De modo que el empleo de fertilizantes no es un vicio del productor, ni tampoco perjudica al suelo si se emplea en forma racional y profesional. Ciertamente, en aquellas partes del mundo en las que se emplean cantidades enormes de fertilizantes, éstos no son absorbidos por los cultivos y terminan en los ríos y los mares, pero eso no es lo que ocurre en la Argentina.
Para lograr los niveles de producción actuales ha sido necesario mejorar también la producción de semillas y esta tarea existe desde que empezó la agricultura. Los primeros trigos, por ejemplo, desgranaban naturalmente y por lo tanto no se alcanzaba a recolectarlos, de modo que el hombre seleccionó las plantas y sembró las semillas de aquellas que desgranaban menos. La alta producción, necesaria para alimentar a la humanidad, es posible gracias al mejoramiento vegetal. Tarea que ha tenido que ver primero con la genética que descubrió Mendel y últimamente con la genética molecular, cuyos avances dieron lugar a la biotecnología.
En la Argentina se reconocieron tempranamente las oportunidades de la biotecnología y se constituyó en 1991 la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia), integrada por científicos y técnicos de primer nivel, que ha seguido paso a paso los procedimientos de evaluación y control, de modo que puedan producirse cultivos transgénicos con seguridad.
Uno de los primeros resultados de la incorporación de la biotecnología en la Argentina ha sido la incorporación de una variedad de soja que, por una modificación en el metabolismo de la planta, resiste a la aplicación del herbicida glifosato, que controla todo tipo de malezas por tener la propiedad de inhibir una enzima vital para la planta, responsable de la síntesis de aminoácidos aromáticos. De este modo, hoy se ha simplificado el control de malezas.
El glifosato es una molécula muy simple. Al ser aplicado sobre un cultivo, una parte es absorbida por la planta y desarrolla su acción, y la parte que llega al suelo es rápidamente degradada por las bacterias, de modo que no produce ningún tipo de contaminación y tampoco afecta a las bacterias responsables de la fijación simbiótica de nitrógeno por parte de la soja.
La polémica
La biotecnología ha desatado una polémica fenomenal, en la cual participan múltiples elementos: intereses económicos, de política internacional, de percepción pública por asociación con otros acontecimientos no relacionados con la biotecnología e ideológicos.
A pesar de las polémicas y de su repercusión en la prensa, la Argentina exporta sin problemas la mayor parte de su harina de soja transgénica a la Unión Europea, por la sencilla razón de que allí saben que desde el punto de vista nutricional no difiere de la soja no transgénica y porque la necesitan.
Quienes se oponen a esta tecnología, como no han encontrado ningún argumento científicamente sólido, pretenden que se tomen medidas de precaución frente a “riesgos desconocidos”. Obviamente, esto es un absurdo que sólo se le puede ocurrir a alguien que no tiene ningún interés en el progreso, en que las cosas cambien, en que se puedan producir más y mejores productos.
Las personas que rechazan la biotecnología y los agroquímicos representan un mercado que desde la Argentina se puede atender, y de hecho hay productores que lo hacen. Se produce soja no transgénica, sin emplear ningún tipo de productos químicos, lo que constituye la producción orgánica, de menor productividad, no necesariamente más sana, y de mayor precio. Una cosa no impide la otra, pero no podemos confundir un mercado orgánico pequeño y que seguramente puede crecer con otro de 15.000 millones de dólares, como es el agroalimentario.
La superficie agrícola mundial es desde hace muchos años prácticamente la misma y hacer sólo agricultura orgánica significa quitarle a la agricultura los insumos y por lo tanto llevarla a los niveles de producción anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando no se empleaban agroquímicos ni fertilizantes. Esto representa un escenario aterrador: 6000 millones de personas, con la producción de sesenta años atrás.
Aclaremos que el mundo no está preocupado por la forma de producción de la Argentina: está preocupado por la incompetencia de gestión pública, que ha llevado el país con mayor producción de proteínas por habitante a tener desnutrición. La agricultura argentina es competitiva porque se practica de acuerdo con los tiempos que vivimos: producimos con la mejor tecnología del momento. Esto es lo que nos permite competir con países que subsidian, aun teniendo en este momento un 20 por ciento de impuestos a las exportaciones.
Lo que me resulta difícil de comprender es el empecinamiento de algunas personas contra el plan Soja Solidaria. Que sólo es un fantástico acto solidario de muchísimas personas dispuestas a capacitar y de productores dispuestos a donar soja, sensibles a las necesidades por las que pasa gran parte del pueblo argentino. Posible por la generosidad, es una organización que no maneja dinero, en la que no interviene la política. Este plan actualmente atiende a unas 2500 instituciones y 250.000 personas en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, adonde se envían 30.000 kilogramos por semana; unas cien entidades y 40.000 personas en Rosario, y también llega a muchísimos lugares del interior.
No se puede analizar la agricultura y la seguridad alimentaria con una lógica doméstica, sin información, pensando que lo que uno cree tiene que ver con el conocimiento. La Argentina pasa por un momento clave de su historia: tenemos que decidir qué camino tomar, cómo salir del atolladero, discutir sueños y nuevos paradigmas. Podemos aprender de nuestra historia. Lo que no podemos hacer es pretender vivir como se vivía un siglo atrás, con la tecnología de aquella época.
Por: Víctor H. Trucco
doctor en bioquímica y presidente de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid)
Fuente: http://www.prodiversitas.bioetica.org
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