Gualeguaychú: ecología o religión
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- El 29 abril, 2008
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Quien ha nacido, vivido su infancia y adolescencia entre las cristalinas aguas del río Uruguay -y su afluente el Gualeguaychú- puede a través del recuerdo evocar un paraíso náutico -glauco y transparente- que hasta el día de hoy conserva aquel encanto que Olegario Andrade y tantos poetas inmortalizaran en sus versos. Persisten los mismos sauces llorones mojando las hojas de sus copas en el cristal de las aguas. La isla Libertad emerge bellísima frente a la costanera del río que da nombre a la ciudad. Visión postal incomparable.
La población de Gualeguaychú ha demostrado que se puede avanzar y progresar aún en medio de una época y escenarios políticos titubeantes. La dinámica de los habitantes y dirigentes de esta ciudad no trepidó frente al mediocre contexto que ofrecían el resto de la provincia y la nación. Levantaron su parque industrial, consolidaron el agro y el comercio, organizaron un carnaval novedoso -con marca registrada- y hasta desarrollaron un turismo atractivo y competente. Desde su colonial fundación ordenada por el Virrey Vértiz, esta ciudad y sus pares de la provincia, han demostrado una sólida inclinación y distinción hacia los diversos campos de la cultura.
La ecología es el estudio científico de las relaciones entre los seres vivos y el medio ambiente en que viven. El ecologismo, en cambio, es la extensión y generalización de los conceptos de la ecología transferidos al terreno de la realidad social. De ahí el peligro que entrañan las organizaciones que devienen en una suerte de sobreactuada religiosidad ecologística, escapándose de la ciencia para emigrar hacia la creencia en un paraíso inicial, en un estado de gracia y unidad con la naturaleza. Utilizan una apocalíptica amenaza de perder ese estado de gracia y caer en las contaminaciones resultantes de atreverse a comer del árbol del bien y del mal.
El escritor norteamericano Michael Crichton -considerado un Julio Verne de la actualidad- afirma con gracia: “Todos somos pecadores energéticos, condenados a morir, salvo que busquemos la salvación, que ahora se llama sostenibilidad. La sostenibilidad es la salvación en la iglesia del ecologismo. Igual que la comida orgánica es su comunión, esa hostia libre de pesticidas que ingiere la gente buena con las creencias correctas”. Y afirma y se pregunta el citado escritor y admirado antropólogo: “No hay un Edén. Nunca lo ha habido. ¿Cuál fue el Edén del maravilloso pasado mítico? ¿Fue el tiempo en que la inmortalidad infantil era del 80%, cuando cuatro de cada cinco niños moría de enfermedad antes de cumplir cinco años? ¿Cuándo una mujer de cada seis moría al dar a luz? ¿Cuándo la esperanza de vida era de cuarenta años como en América hace un siglo? ¿Cuándo las plagas se extendían por todo el planeta matando a millones de un solo golpe? ¿Fue cuando millones morían de hambre? ¿Fue entonces cuando hubo un Edén?”
Los fundamentalistas del ecologismo son capaces de elaborar una ecuación estadística con las toneladas de detritus que los seres humanos y animales vierten diariamente en el seno del planeta. De ahí pasarían a asustarnos y crearnos la obsesión de sentirnos contaminadores cuasi dolosos. Responsables de la proximidad del apocalipsis. Pero los seres humanos ya han demostrado que la contaminación la pueden controlar mediante la ciencia y la tecnología. Los predicadores del futuro apocalíptico insisten en eludir el papel de la ciencia y la tecnología para reemplazar estas dignas creaciones del hombre por el escenario fácil de las creencias esotéricas, la fantasía y el terror. Al observar la legítima lucha del pueblo gualeguaychuense -temeroso que le ensucien su paisaje y privilegiado habitat- sentí una profunda inquietud al ver un ostentoso cartel sobresaliendo entre la multitud de cuarenta mil vecinos reunidos en el puente de unión con Fray Bentos. Fue en la primera de esas manifestaciones próximas ya a cumplir un año. Recordaba ahí la plaza de Mayo con las inmensas cintas rectangulares que lucían desafiantes y violentas la palabra “MONTONEROS” en las tumultuosas épocas del Presidente Cámpora. En la foto de aquel puente destacaba su preeminencia la organización ecologista-cuasi religiosa, internacionalmente conocida como “GREENPEACE”. La misma entidad que saboteó los barcos argentinos para impedir la descarga de soja transgénica en los puertos europeos de Gioia y Pireo. Y la misma que intentó no permitir a los representantes del pueblo argentino ratificar desde el Congreso de la Nación el tratado de cooperación nuclear y exportación de reactores a Australia para la fabricación de isótopos radiactivos con el objeto de combatir el cáncer. Con su retórica descabellada intentaban transformar a nuestros preventores de la enfermedad en causantes directos del cáncer por vía de unos kilos de material gastado que eventualmente se reciclaría en el país. Y para colmo de males, empeñados con pertinaz ortodoxia en impedir todo atisbo de desarrollo sostenible en nuestra región humillada por la falta de industrias competitivas y eficientes. Inocularon en la buena fe del vecino gualeguaychuense la imagen de Yuschenko, el presidente de Ucrania con el rostro deformado -víctima de un envenamiento- tras el sibilino arte de horrorizar con el cuento de la dioxina.
El pueblo de Gualeguaychú protagonizaba sus temores acerca de futuras contaminaciones por medios lícitos y correctos. Defendía su ecosistema y lograba resultados normales para garantizar su futuro dentro del sistema institucional y las normas jurídicas vigentes. Con las movilizaciones y denuncias efectuadas (sin incluir los actos ilegales) se habría logrado un clima cuidadoso y de asunción de responsabilidades por parte del gobierno uruguayo, del gobierno argentino, de las empresas inversoras y de ambas comunidades interesadas. Va de suyo que cualquier hecho de contaminación que se salga de los cánones de la previsibilidad y la protección ambiental, provocará de inmediato la paralización de los trabajos hasta la remediación del problema. Esta actitud podría haber evitado los pasos en falso que la organización Greenpeace inspiró a los vecinos reunidos en asamblea
Nuestro país ya se torna enfermo por soportar actos fuera de la ley. Los piquetes, escraches, cortes de rutas, patotas violentas, desmanes con asesinatos de guardianes del orden, etc., están pasando a ser una rutina. Sumado a todo eso la aparición reincidente de una organización internacional y fundamentalista que instiga a un vecindario pacífico a cortar sine-die un puente internacional merece el repudio generalizado y la querella penal que señala el art. 22 de la Constitución Nacional por el delito de sedición. En nuestro moderno y complejo mundo el fundamentalismo es peligroso a causa de su rigidez y su intolerancia por otras ideas. Como una tropical o californiana secta fanatizada han inducido a un vasto sector del pueblo a empecinarse en que las industrias no se instalen ni prosperen. Debimos soportar la vergüenza de oir al gobernador Busti -con indisimulada prepotencia- ordenar al gobierno uruguayo el cambio de localización de las plantas.
Puedo afirmar que ya los vecinos han llamado la atención más que suficiente para que las aguas del edénico sistema fluvial que rodea a la encantadora ciudad pueda preservar su ecosistema sin peligros. No por acción de las sectas fundamentalistas sino por la responsabilidad de los gobiernos uruguayo, argentino, finlandés, español, las empresas y los pueblos por medio de sus representantes institucionales.
La lucha intrépida y noble de esta parte sur del territorio entrerriano tiene la oportunidad de alejar a los monjes torquemadenses e inspirarse en atraer las inversiones necesarias para instalar en nuestro desvalido país una industria foresto industrial que enriquezca las veinte millones de hectáreas aptas -hoy ociosas- y que no afectan a la agricultura ni a la ganadería. Llenar de bosques implantados el territorio implica una auténtica y funcional actividad ambientalista. Los árboles envían oxígeno a la atmósfera y absorben el dióxido de carbono. El vecino de Gualeguaychú merece adoptar la ecología científica y despreciar los cantos de sirena cargados de esoterismo, fantasías, truculencias e intimidaciones. El hombre nace, vive y muere contaminado. Pero también sabe y puede descontaminar. Prohibir y boicotear industrias es barbarie. Descontaminar y subsanar todas las contingencias dañinas es civilización.
El autor es abogado, periodista, historiador y profesor de derecho internacional público.
Dirección Electrónica: [email protected]
Por: Ernesto Poblet
Fuente: www.clubdelprogreso.com
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