Catástrofes, ni tan Inesperadas, ni tan Inevitables
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- El 1 enero, 2000
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Introducción
La historia del hombre sobre la tierra no podría ser contada sin mencionar sus creaciones: tanto las monumentales obras como las devastadoras catástrofes. De estas últimas, un elevado número hubieran podido ser evitadas.
Tema
Transcurría un día apacible del año 27 de nuestra era. Más de 50.000 personas confluían para observar el espectáculo que tendría lugar en el nuevo anfiteatro de Fidias. Se trataba de un combate entre gladiadores. El anfiteatro, un enorme edificio de madera, parecía majestuoso y eterno. La gente aglomerada esperaba ansiosa. ¡Por fin el comienzo!. El viejo ritual etrusco, que los romanos copiaron, se iniciaba. La exaltación, los gritos, la emotividad, impidieron que el desplazamiento se advirtiera. Un segundo después, era inevitable la pérdida de estabilidad del edificio: se vino abajo y sepultó a cientos de personas. Al decir del historiador Cornelio Tácito “la catástrofe inesperada tuvo más víctimas que una guerra sangrienta”. El Senado Romano concluyó que las causas del desastre se debieron al incumplimiento de las leyes de construcción y la insuficiente investigación de la fiabilidad del suelo.
No han sido pocos los hechos de semejante naturaleza que ha sufrido la humanidad. Por el contrario, han sucedido de manera continua, incluso hasta hoy día. ¿Las razones? Muy variadas. Pero un número importante de fallas catastróficas – en obras hechas por el hombre- ocurrió por la falta de previsión, la irresponsabilidad y los errores de diseño. No se trata de culpar a los proyectistas o ingenieros desconocedores, en su época, de las leyes que regían la dinámica de los sistemas; sino de alertar sobre aquellos que conociendo dichas leyes no fueron o no son consecuentes con ellas, ya sea por subestimación o falta de dominio. Y es que en ambos casos da igual, pues tanto social como profesionalmente cualesquiera de las dos manifestaciones son inadmisibles y casi siempre cuestan vidas y daños materiales severos. Ejemplos existen varios. En marzo de 1938, inesperadamente se derrumbó el puente soldado sobre el canal Alberto en Bélgica. También, el 7 de noviembre de 1940 se destruyó espectacularmente el puente del estrecho de Tacoma en Estados Unidos. Y en 1962 cayó el puente Real en Melbourne, Australia. Las investigaciones arrojaron, en los tres hechos, que el origen de las catástrofes residía en errores de proyección.
Especial significación tuvo el desastre del puente de Tacoma. Este caso trascendió por su carácter sui generis, al ser considerada la mayor calamidad en la historia de la construcción de puentes en Estados Unidos. Tuvo el privilegio de que se filmara su destrucción y la suerte de no provocar víctimas humanas. El puente, recién construido, presentaba mucha sensibilidad al viento que al batirlo producía vibraciones con amplitudes de hasta un metro y medio (¡!). Calculado para una carga estática generada por un empuje de 180 Km/h, el Tacoma comenzó a sufrir oscilaciones de flexión y torsión de inusitada amplitud, cuando el viento mantenía una velocidad promedio de sólo 70 Km/h. Después de vibrar durante una hora, se deshizo, ahogándose así, en el mismo año de su fabricación el tercer puente mayor de la época. ¿Pero cuál podría ser la razón, si la velocidad del viento constituía solamente el 40% de lo que, por diseño, soportaba? Sencillamente, todo ocurrió por haberse omitido el necesario cálculo que prevé la resistencia al influjo de fuerzas variables.
En efecto, impredecibles daños provocan los errores de cálculo. Pero el resultado podría ser muchas veces más nefasto, si a ellos se les unen las insuficiencias en la explotación. Nunca se insistirá demasiado en la importancia que tiene el mantenimiento y la correcta operación en el uso y la seguridad de las obras civiles e industriales. En nuestros tiempos de avance impetuoso de la ciencia y la tecnología, de la era nuclear, de la conquista del cosmos, de la informática y la biotecnología un error de diseño o explotación podría significar una catástrofe con mayúsculas, implicando incluso al medio ambiente. Algo así ya vivió el mundo en la madrugada del 26 de abril de 1986, cuando se averió seriamente el bloque energético número cuatro de la Central Electronuclear de Chernobil, Ucrania. La explosión ocurrió a la una y veintitrés minutos de la madrugada. Con anterioridad se habían producido desperfectos que requerían detener el reactor, pero nadie tomó esa decisión. Indagaciones posteriores determinaron que la causa inmediata del accidente radicó en el incorrecto trabajo del personal de Operaciones. Sin embargo, las causas de fondo y definitivas fueron las serias insuficiencias en el diseño. La potencia del reactor resultó ser en la práctica muy superior a lo previsto. El mayor accidente ocurrido en una electronuclear causó graves daños a la población y al medio ambiente, y fue necesario poner en juego millonarios recursos para controlar la energía desbordada. Los resultados de la investigación manifestaron que el desastre resultó consecuencia de errores de concepción, explotación y construcción. Los reactores de la planta de Chernobil no cumplían ni siquiera con las normas de seguridad existentes en el país. Todo dependía de la estricta observancia de los parámetros de operación y mantenimiento. Pero indudablemente, no es posible estar de acuerdo en asumir un riesgo semejante cuando las consecuencias de un fallo pudieran ser devastadoras.
El 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger estalló con siete astronautas a bordo al minuto de haber despegado. ¿La causa inmediata? El recalentamiento en unas juntas de gomas que portaban los cohetes auxiliares. Estas se incendiaron y la llama atravesó el tanque de combustible. El accidente silenció los vuelos espaciales norteamericanos por dos años. Este accidente sobresale por ser el fracaso más dramático de la Agencia Espacial de Estados Unidos (NASA) y de su programa.
Con lo expuesto no se agota el tema ni mucho menos, pero se deja ver con transparencia que el proyectista, el ingeniero, el investigador, el mantenedor además de su misión técnica o científica tienen una elevada responsabilidad social. Y es precisamente en nombre de ella por lo que se debe ser amigo de las fechas, de los cumplimientos, del compromiso, pero mucho más de la verdad científica y del rigor profesional. El mantenedor resulta una pieza clave por estar justo en la primera línea de combate frente a la ocurrencia de averías catastróficas.
El hombre de mantenimiento tiene sobre sí una pesada responsabilidad al tener que responder no sólo por la explotación sostenible de las instalaciones, sino también por la seguridad. La valoración de los riesgos, los planes de contingencia y la innovación no les son ajenos. Por tal razón se precisa, hoy más que nunca, convertir el conocimiento en tecnología. Y la tecnología en resultado tangible de calidad. Mantener es conservar. Salvaguardar las instalaciones, el ambiente y al propio hombre. La dimensión del concepto se ha extendido. Y con esto las exigencias.
La serie de ejemplos descrita revela que las catástrofes no fueron tan inesperadas ni tan inevitables como parecían. No pueden apreciarse como hechos aislados, independientes de sus autores. En todos los casos, encaja perfectamente la sentencia del filosofo que alude a que “el hombre es la medida de todas las cosas” o, al menos, de las cosas que hace, de las buenas y de las malas.
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