El río de la vergüenza
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- El 14 diciembre, 2012
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Este verano, el municipio de Vicente López inaugura sus “playas” en la costa del Río de la Plata. “A las buenas ideas hay que copiarlas”, dijo al anunciarlo su intendente, que siguió el modelo de la Capital. A la vera del segundo más caudaloso río de América del Sur, y, como nos gusta jactarnos, el más ancho del mundo, nuestros gobernantes improvisan miniespacios de arena donde unos pocos sufridos vecinos puedan orearse mojándose con el agüita de las duchas provistas para evitar las insolaciones. Eso sí, con el privilegio de mirar de lejos las grandes aguas americanas que navegan desde el corazón selvático del continente con toda majestad.
Buenos Aires es la hija de ese río. Así la fundó Mendoza y luego la refundó Garay por orden del virrey Toledo, porque era “la puerta de la tierra” al río tan grande que anunciaba el mar Atlántico. Y, porque estaba en esta vera de privilegiados recursos naturales y se podía esperar de ella un futuro portentoso, el rey Carlos III le encomendó, en 1776, ser la capital de un enorme reino austral. Para la historia larga, Buenos Aires es el río y el río es nuestra ciudad. El maridaje es inviolable y lo han cantado todos los poetas y los cuentistas. Aun hoy a nadie se le ocurría separarlos y todavía vive Buenos Aires de la actividad febril del principal puerto argentino? sobre el Río de la Plata.
Por el río vinieron la fundación, la prosperidad, las guerras y la Independencia. En la costa recogían su agua saludable los legendarios “aguateros” de los relatos coloniales y en sus roqueríos golpeaban las esclavas negras la ropa para lavar, cantando las melodías africanas. En sus aguas pescaban los libertos los pescados frescos que la ciudad consumía hasta bien entrado el siglo XX. Y cuando la ciudad se hizo populosa y las costumbres se volvieron amigables, miles de porteños y circunvecinos nos habituamos a gozar de los baños de río con la alegría de tener al alcance de la mano un lugar de salud y alivio para los calorones de nuestro clima de pantano.
Los gobiernos de la Argentina sensata fomentaron aquella fraternidad del río con la gente construyendo balnearios célebres como el de la Costanera Sur, y apoyaron los emprendimientos privados y la instalación de clubes con los pies en el agua. Todavía quedan algunos como reliquias. En mis tiempos de estudiante platense festejábamos el domingo en la costa de Punta Lara, y cuando vine a Buenos Aires me habitué al balneario chic El Ancla, en la costa de Vicente López.
Desde la década de 1930 la industria irresponsable, la urbanización salvaje y los gobiernos cortoplacistas han contaminado el Río de la Plata en la banda costera, como si adrede se tratara de construir un muro para separar a la gente de sus aguas, que siguen corriendo abundosas y limpias más adentro y ofreciendo a nuestros vecinos de Montevideo el placer envidiable de tener una capital orlada de playas, de verdaderas playas. Y ahora, en lugar de denunciar con energía esa gigantesca destrucción de un gran recurso natural -probablemente el mayor del patrimonio argentino- y lanzarnos a su recuperación, los dirigentes inventan y anuncian con orgullo una mistificación aberrante: hacemos playas, pero sin río. El río ha muerto.
Doce millones de personas vivimos en estas costas contaminadas, sofocados por el clima veraniego que ya nos acosa y aparentemente resignados a olvidarnos de nuestro río campeón. Si queremos bañarnos en aguas naturales, emprendemos pacientemente la peregrinación a la costa bonaerense por caminos cada vez más abarrotados y gastando en viajes y alojamientos bastante más de lo que valía aquel boleto de tranvía o de colectivo. ¿La clase media? Sí, y con todo esto bajando el nivel de vida y perdiendo capacidad adquisitiva que podríamos destinar a otras necesidades. ¿Y los pobres? ¡Con más razón! ¿Cuánto representaría para los millones de metropolitanos tener cien kilómetros de playas naturales sobre el gran río desde San Fernando hasta Punta Lara? ¿Y por qué no?
Sanear el borde costero del Río de la Plata acaso sea menos costoso que limpiar el Riachuelo, porque en cuanto se reduzcan los efluentes contaminantes de las industrias y la ciudad el gran caudal de agua del río hará la limpieza de lo que resta, lo que no puede esperarse del pequeño riacho bonaerense.
El Río de la Plata tiene un caudal medio de 18.000 metros cúbicos por segundo, mucho más que algunos de los ríos más célebres del mundo. Y esa inmensa masa de agua dulce está a nuestro alcance si somos responsables y buenos gobernantes, tanto como para parecernos a los pueblos civilizados y a los que tienen pudor del porvenir.
No parece lo de ahora. Inaugurando playitas artificiales, sin la menor mención de la desechada y clamorosa vecindad del gran río natural, suena a que preferimos mirar para otro lado y dejar al Río de la Plata en el desván de nuestras vergüenzas, acaso la más grande de todas.
Por Daniel Larriqueta
La Nación
Viernes 14 de Diciembre de 2012
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