Reflexiones sobre la crítica situación forestal de Argentina
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- El 29 septiembre, 2009
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Síntesis de una Carta Abierta enviada a fines de 2007 a nuestras máximas autoridades nacionales
Corría el año 1992 y el entonces responsable de la Dirección Nacional de Recursos Forestales Nativos de la Secretaría de Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable de la Nación anunciaba el Plan Forestal Argentino. Un detalle, quizás poco llamativo en el contexto de la letra de este Plan –plan que era sumamente razonable en su concepción y hubiera sido totalmente indispensable en su concreción- lo constituía una advertencia acerca de los horizontes de extinción de nuestras regiones forestales, si continuaban las tendencias de deterioro –en el más benévolo de los análisis- y de destrucción –en el más realista de ellos- de los bosques nativos nacionales. En el caso de la selva misionera, se indicaba que su desaparición se preveía entre 2006 y 2009. Mientras tanto, para la región del monte occidental –que abarca sectores importantes de las provincias de La Rioja, San Juan, Mendoza, La Pampa, Río Negro y Neuquén y superficies menores, aunque en ningún caso despreciables, en las provincias de Salta, Tucumán, Catamarca y Chubut- ese destino estaba fijado para unos veinte años después, es decir, entre 2024 y 2027. Seguía en orden cronológico la selva tucumano-boliviana, para la que se calculaba su desaparición entre los años 2035 y 2056, mientras que el parque chaqueño, entonces la superficie más extensa de bosques y ambientes forestales del país con algo más de 33 millones de hectáreas –con las extensiones más grandes en las provincias de Formosa, Chaco, Santiago del Estero y Salta y menores en Córdoba, San Luis, La Rioja, Catamarca y Santa Fe- se extinguiría a partir de una década después, entre 2065 y 2069. La región de los bosques andino patagónicos tenía el mejor pronóstico, previéndose su final para casi mediados del próximo siglo, esto es, hacia el año 2140.
Está claro que este “ejercicio” no fue de adivinación, sino que había para entonces, hace ya 15 años atrás, señales muy claras y contundentes de que estas previsiones no eran exageradas, sino taxativamente realistas. Y es una vez más la realidad, la omnipresente realidad, la encargada de mostrar cuan poco sirven los ejercicios de previsión en un país que, podría decirse, es ya célebre en planificar la improvisación. La salvaje realidad muestra que la ya histórica devastación de las regiones forestales del norte argentino ha adquirido un ritmo formidable, que ha transformado en un dato anecdótico los pronósticos de extinción que se hicieron en 1992. Sea para plantar pinos, soja o extraer las así llamadas especies de ley -aquellas pocas plantas de madera muy valiosa que justifican el desmonte brutal de las áreas de selva misionera y tucumano-boliviana-, se está cometiendo un gigantesco ecocidio, atentando contra las bases más esenciales de la vida, tanto humana como animal y vegetal, no sólo de las regiones directamente afectadas, sino de las zonas que funcionalmente se hallan vinculadas con aquellas.
Esto no debería sorprender en una sociedad que mayoritariamente vive de espaldas a sus bosques, estando la población fuertemente asociada a regiones y costumbres urbanas, como lo demuestra el hecho que la proporción nacional de población urbana supera el 90%. En esta despreocupación por el destino de nuestros bosques se alberga también la semilla del deterioro progresivo de la calidad de vida, porque difícilmente tengamos la oportunidad de recuperar esta invaluable riqueza biológica, que no lo es sólo desde el punto de vista de la diversidad de ambientes, especies y genes, sino también desde la perspectiva de constituirse en un factor genuino y protagónico de desarrollo económico sostenible, pues los bosques son, además de la expresión de múltiples actuales y potenciales productos, sinónimo de agua dulce y potable, el elemento biológico y comercial mas valioso y escaso del planeta. En este aspecto, aunque está claro que no es el único, los bosques –todos en general y los nuestros en particular- adquieren una dimensión estratégica en términos de geopolítica global pues América Latina, con aproximadamente 6% de la población mundial, dispone del 26% de los recursos hídricos planetarios, una parte sustancial de los cuales se halla en nuestro país, distribuido principalmente en los lagos y ríos y en los hielos continentales. Y como señala el saber común “donde hay bosque hay agua”, los principales aportes de agua que reciben los lagos y lagunas se deben al efecto regulatorio y de balance hídrico que ejercen los bosques y otras manifestaciones, tanto arbustivas como herbáceas, de vegetación.
Europa toda, pero sobre todo aquellos países del centro continental, perdió casi completamente sus bosques durante la Edad Media, por varias razones, entre ellas las frecuentes guerras, la expansión de las áreas de pastoreo del ganado, el aumento progresivo de la población, la multiplicación y la ampliación de las áreas urbanas. No obstante, algunos países pusieron en práctica durante casi un milenio –las primeras constituciones de manejo de bosques datan de mediados del siglo once- acciones de restauración y de cultivo de bosques, que condujeron a recuperar y en algunos casos a aumentar las áreas boscosas originales. Si alguna enseñanza puede extraerse de esta historia –y debería ser forzosamente así- es que los Estados se dieron políticas de largo plazo para reconstituir el patrimonio forestal y mantuvieron una elemental coherencia para hacerlo posible. En nuestro caso, algunas de las preguntas más acuciantes y angustiantes podrían ser: ¿nos queda tiempo?, y si así fuera: ¿seremos capaces de obrar con la sensatez suficiente para no sólo detener sino para revertir la tendencia actual?. Estas preguntas deberían guiar la formulación e instrumentación –sobre todo- de una política ya no forestal –pues como se ha señalado los bosques son mucho más que bosques- sino de defensa, valoración y recuperación de la riqueza natural de nuestro país, con especial énfasis en las grandes regiones de bosques y montes de Argentina. Existen documentos de naturalistas y exploradores de principios de siglo que cifran la magnitud de estas regiones en alrededor de 114 millones de hectáreas. Desde entonces, se especula que la reducción ha sido de unos 70 millones de hectáreas, a un ritmo de casi ¾ de millón por año. Aún cuando esta información no tenga un estricto carácter científico, no debería menospreciarse, pues muestra, a lo largo del tiempo, como la carencia de una vocación por cuidar y desarrollar un complejo y esencial recurso o bien natural –como suelen denominar los ambientalistas a los recursos naturales- ha generado un gravísimo escenario, ante el cual la aplicación del principio de precaución – que expresa que donde hay amenazas de daños serios o irreversibles, la carencia de una certidumbre científica completa no debería ser usada como una razón para posponer las medidas más efectivas para prevenir la degradación ambiental- tendría que anteponerse a cualquier interés económico, es decir, hacer todo lo contrario de lo que se está permitiendo y se ha permitido hacer en estos territorios y sobre sus habitantes.
En el documento titulado “Nuestro Futuro Común”, que redactó la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo en 1987, se expresaba: “Aquellos que son pobres y están hambrientos destruirán, en su intento por sobrevivir, el medio ambiente: talarán los bosques, practicarán el sobrepastoreo, sobreexplotarán las tierras marginales y un número creciente de personas se amontonará en las ciudades”. Para la situación en nuestro país, tal frase podría ser rescrita más o menos así: “Aquellos que son poderosos y están hambrientos de más riqueza y poder destruirán, en su intento por medrar, el medio ambiente: talarán los bosques, practicarán el sobrepastoreo, sobreexplotarán las tierras marginales y expulsarán a un número creciente de personas que se amontonará en las ciudades”.
Las leyes “per se” no alcanzan, aun aquella actualmente en discusión en el Congreso de la Nación que exige una moratoria para los bosques nacionales, suspendiendo los desmontes hasta tanto se realice la ordenación territorial en cada provincia. Es indispensable la decisión política en el más alto nivel como garantía primera y última de que es posible cambiar el rumbo de ciertos procesos. Esto no quiere significar, en modo alguno, que con ello alcance, pero sí que es indispensable que ocurra, para que haya una señal clara y absolutamente contundente de que existe voluntad para cambiar, un cambio al que nuestros más altos mandatarios han hecho reiteradamente referencia.
Como ciudadano y al mismo tiempo como profesional, me atrevo entonces a solicitar, a pedir, a exigir, que tengan las máximas autoridades la visión y la energía para encender la mecha de este cambio, para que sea posible construir perentoriamente y con elementos indispensablemente más positivos la respuesta a la pregunta: ¿Cuál será nuestro futuro común?
Por: Francisco Andrés Carabelli
Doctor en Ciencias Forestales e Ingeniero Forestal
Investigador Senior de la Universidad Nacional de la Patagonia
DNI. 16.056.021
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